En la Tierra hay vida desde hace unos 3.700 millones de años. En este tiempo, conocemos cinco extinciones masivas, episodios dramáticos en los que muchas, o la mayoría, de las formas de vida desaparecieron en un parpadeo geológico. El más reciente de ellos fue la calamidad mundial que se llevó a los dinosaurios y multitud de otras especies, hace unos 66 millones de años.
Cada vez más científicos afirman que nuestro planeta podría experimentar pronto la sexta extinción masiva, esta vez provocada por el impacto cada vez mayor causado por la humanidad. Otros, como el economista danés Bjørn Lomborg, tachan esas opiniones de mal informadas y alarmistas.
Nosotros sostenemos enfáticamente que el jurado ya ha deliberado y el debate ha terminado: la sexta extinción terrestre ya está aquí.
El colapso de la biodiversidad
Las extinciones masivas suponen una catastrófica pérdida de biodiversidad, pero lo que muchos no aprecian es qué significa eso de biodiversidad. Una forma abreviada de hablar de la biodiversidad es simplemente contar especies. Por ejemplo, si una especie se extingue sin ser sustituida por otra, estamos perdiendo biodiversidad.
Pero la biodiversidad no es solo cuestión de especies. Dentro de cada especie hay por lo general cantidades considerables de variación genética, demográfica, conductual y geográfica. Buena parte de esta variación supone adaptaciones a las condiciones medioambientales locales, para aumentar la aptitud biológica de un organismo concreto y de su población.
Y hay también una enorme cantidad de biodiversidad que supone interacciones entre las diferentes especies y su entorno físico. Muchas plantas dependen de animales para la polinización y para la dispersión de las semillas. Las especies que compiten se adaptan unas a otras, al igual que los depredadores y sus presas. Los patógenos y sus huéspedes también interactúan y evolucionan juntos, a veces con notable velocidad, mientras que nuestro sistema digestivo interno alberga billones de microbios útiles, inocuos o perjudiciales.
En consecuencia, los ecosistemas son una mezcolanza de especies diferentes que están continuamente compitiendo, combatiendo, cooperando, ocultándose, engañándose, timándose, robándose y consumiéndose unas a otras en una pasmosa variedad de formas.
Todo esto es, por lo tanto, la biodiversidad, desde los genes hasta los ecosistemas, pasando por todo lo demás.
El moderno espasmo de la extinción
Da igual cómo la midamos. La extinción masiva ya ha llegado. Un estudio efectuado en 2015 en el que uno de nosotros (Ehrlich) participaba como coautor empleó cálculos moderados para calcular la tasa natural o de fondo de extinción de especies en diversos grupos vertebrados. El estudio comparó a continuación estas tasas de fondo con el ritmo de pérdida de especies desde comienzos del siglo XX.
Incluso suponiendo tasas de fondo conservadoramente elevadas, las especies se están extinguiendo con mucha más rapidez que antes. Desde 1900, los reptiles desaparecen 24 veces más rápido, las aves, 34 veces, los mamíferos y los peces, unas 55 veces más rápido, y los anfibios, unas 100 veces más rápido que en el pasado.
Si agrupamos todos los grupos de vertebrados, la tasa media de pérdida de especies es 53 veces más alta que la tasa de fondo.
Filtros de extinción
Para empeorar las cosas, estas extinciones modernas no tienen en cuenta las múltiples pérdidas de especies causadas por los humanos antes de 1900. Se ha calculado, por ejemplo, que los polinesios eliminaron alrededor de 1.800 especies de aves endémicas de las diferentes islas del Pacífico que fueron colonizando a lo largo de los últimos dos milenios.
Y mucho antes, los primeros cazadores recolectores efectuaron extinciones relámpago de especies —en especial megafauna como mastodontes, moas, aves elefante y perezosos de tierra gigantes— en su migración de África a otros continentes.
En Australia, por ejemplo, la llegada de los humanos hace al menos 50.000 añosfue seguida al poco tiempo por la desaparición de enormes lagartos y pitones, canguros depredadores, el “león” marsupial y el Diprotodon, un marsupial del tamaño de un hipopótamo, entre otros.
Es posible que los cambios en el clima hayan contribuido, pero los humanos, con su caza y sus incendios han sido casi con seguridad la sentencia de muerte para muchas de estas especies.
Como resultado de estas extinciones anteriores a 1900, la mayoría de los ecosistemas de todo el mundo atravesaron un filtro de extinción: las especies más vulnerables desaparecieron, dejando atrás otras relativamente más resistentes o menos visibles.
Y lo que estamos viendo ahora es la pérdida de estos supervivientes. La suma de todas las especies llevadas a la extinción por los humanos desde la prehistoria hasta hoy sería mucho mayor de lo que muchos creen.
La desaparición de poblaciones
La sexta gran extinción se manifiesta también de otros modos, en especial en la aniquilación generalizada de millones (miles de millones quizá) de poblaciones de animales y vegetales. Al igual que las especies pueden extinguirse, también lo hacen poblaciones concretas, reduciendo la diversidad genética y las perspectivas de supervivencia a largo plazo de la especie.
Por ejemplo, el rinoceronte bicorne asiático se extendía en otro tiempo por el sureste de Asia e Indochina. Hoy solo sobrevive en diminutas bolsas separadas que comprenden quizá el 3% de su ámbito geográfico original.
Tres cuartas partes de los carnívoros más grandes del mundo, incluidos los grandes felinos, los osos, las nutrias y los lobos, están disminuyendo en número. La mitad de estas especies ha perdido al menos el 50% de su anterior hábitat.
De modo similar, excepto en determinadas zonas salvajes, las poblaciones de grandes árboles longevos están disminuyendo drásticamente.
El Informe Planeta Vivo 2016 de WWF resume las tendencias a largo plazo de más de 14.000 poblaciones de más de 3.700 especies de vertebrados. Su conclusión: solo en las cuatro últimas décadas, el tamaño de las poblaciones observadas de mamíferos, aves, peces, anfibios y reptiles ha disminuido una media del 58% en todo el mundo.
Y a medida que la población de muchas especies cae en picado, sus cruciales funciones ecológicas disminuyen con ella, creando posibles reacciones en cadena capaces de alterar ecosistemas completos.
En consecuencia, las especies en peligro de desaparición pueden dejar de desempeñar su función ecológica mucho antes de extinguirse de hecho.
Pagar la deuda de la extinción
Todo lo que sabemos sobre biología de la conservación nos dice que las especies cuya población está en caída libre son cada vez más vulnerables a la extinción.
Las extinciones rara vez se producen de manera instantánea, sino que la conspiración de los números en declive, la fragmentación de la población, la endogamia y la variación genética reducida puede conducir a un vórtice de extinción funesto. En este sentido, nuestro planeta está ahora acumulando una gran deuda de extinción que finalmente habrá que pagar.
Y no hablamos solo de perder hermosos animales; la civilización humana depende de la biodiversidad para su existencia misma. Las plantas, los animales y los microorganismos con los que compartimos la Tierra nos aportan servicios de ecosistema vitales, como regular el clima, proporcionar agua limpia, limitar las inundaciones, gestionar ciclos de nutrientes esenciales para la agricultura y la silvicultura, controlar las plagas perjudiciales para los cultivos y portadoras de enfermedades, y proporcionar belleza y beneficios espirituales y de recreo.
¿Nos aproximamos a la destrucción final? Ni mucho menos. Lo que estamos diciendo, sin embargo, es que la vida en la Tierra es en última instancia un juego en el que no hay ganadores ni perdedores. Los humanos no podemos seguir aumentando de número, consumir cada vez más tierra, agua y recursos naturales, y esperar que todo vaya bien.
Limitar el perjudicial cambio climático se ha convertido en un eslogan para luchar contra esos males. Pero las soluciones a la actual crisis de extinción deben ir mucho más allá.
Debemos también ralentizar urgentemente el crecimiento de la población humana, reducir el consumo y la caza excesivos, conservar lo que queda de las zonas vírgenes, ampliar y proteger mejor nuestras reservas naturales, invertir en la conservación de especies en grave peligro de extinción, y votar a líderes que conviertan estas cuestiones en una prioridad.
Sin medidas decisivas, es probable que cortemos ramas vitales del árbol de la vida que podría costar millones de años recuperar.
Bill Laurance es catedrático de investigación distinguido y laureado en la Universidad James Cook de Australia.
Paul Ehrlich es presidente del Centro de Biología de la Conservación y titular de la Cátedra Bing de Estudios sobre Poblaciones en la Universidad de Stanford.
Cláusula de divulgación:
Bill Laurance recibe financiación del Consejo Australiano de Investigación y otras organizaciones científicas y filantrópicas. Es director del Centro JCU de Ciencias del Medioambiente Tropical y de la Sostenibilidad, y fundador y director de ALERT, siglas en inglés de Alianza de Importantes Investigadores y Pensadores sobre Medio Ambiente.
Paul Ehrlich no trabaja, ni asesora, posee acciones o recibe financiación de ninguna empresa u organización que pudiera beneficiase de este artículo, y no ha revelado ninguna afiliación pertinente, aparte del cargo académico arriba declarado.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en la web The Conversation.
Traducción de News Clips.
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