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Hace 30 años, mientras el Medio Oeste de Estados Unidos se asfixiaba por una sequía y las temperaturas de la Costa Este superaban los 38 grados centígrados, declaré ante el Senado norteamericano, como experto científico de la NASA, sobre el cambio climático. Dije que el calentamiento global que estábamos experimentando se salía de los márgenes de variación normales y podía atribuirse, sin temor a equivocarse, a las consecuencias de la actividad humana; en particular, a la liberación en la atmósfera de dióxido de carbono y otros gases propensos a retener el calor. “Ya es hora de que nos dejemos de tanta palabrería y digamos que existen sólidas pruebas de la presencia del efecto invernadero”, afirmé.
Este mensaje claro y contundente sobre los peligros de las emisiones de carbono tuvo eco. Al día siguiente, ocupó los titulares de los periódicos de todo el país. Y la teoría se tradujo, a una velocidad notable, en actuaciones políticas. Cuatro años después, casi todos los países, incluido Estados Unidos, firmaron en Río de Janeiro un convenio en el que se acordó que el mundo debía evitar la injerencia de origen humano en el clima.
Por desgracia, el seguimiento de Río se plasmó principalmente en el Protocolo de Kioto y el Acuerdo de París, dos pactos precarios e ilusos, basados en la esperanza de que los países elaborasen planes para reducir las emisiones y los llevaran a la práctica. La realidad es que los países, en su mayoría, no persiguen más que su propio interés, y las emisiones de carbono continúan aumentando en todo el mundo.
No hay que ser genios para comprenderlo. Mientras los combustibles fósiles sean baratos, seguirán utilizándose, y las emisiones serán muy elevadas. El uso de combustibles fósiles solo disminuirá si en el precio se incluyen los costes sociales de la contaminación y el cambio climático. La forma más sencilla y eficaz de hacerlo es cobrar a las compañías productoras de combustible y recaudar una tasa de carbono, que sea cada vez mayor, en las explotaciones nacionales y los puertos de entrada de las importaciones.
La idea de que las energías renovables y las baterías van a bastar para suministrar toda esa energía es absurda
Los economistas están de acuerdo: si se distribuye el 100% de esa tasa de manera uniforme entre la población, se estimulará la economía, el PIB subirá y se crearán millones de puestos de trabajo. Nuestras infraestructuras energéticas se modernizarán e incorporarán energías limpias y más eficiencia. Esta tasa funcionaría mucho mejor que los programas de comercio de derechos de emisión propuestos por los políticos, que han sido inútiles, y además se puede aplicar de forma inmediata y casi a escala mundial, mediante la imposición de aranceles aduaneros sobre los productos de países que no la tengan, basándose en el contenido habitual de derivados fósiles que tienen esos productos. Esos aranceles serán un buen incentivo para que casi todos los países prefieran tener sus propias tasas.
Por el contrario, el método de los derechos de emisión implica la tarea casi imposible de negociar 190 límites, para todos los países del mundo. Algunos Gobiernos pueden mantener la tasa de carbono como impuesto, pero además, en las democracias, para contar con el apoyo ciudadano, es necesaria una distribución totalmente uniforme de ese dinero.
La tasa del carbono es crucial, pero no es suficiente. Países como India y China necesitan enormes cantidades de energía para mejorar su nivel de vida. La idea de que las energías renovables y las baterías van a bastar para suministrar toda esa energía es absurda, por la inmensa contaminación ambiental que causarían la extracción y el desecho de materiales, en el caso de que toda la energía procediera de esas dos fuentes. Peor aún, engañar a la población con la fantasía de que existen las energías totalmente renovables hace que, en realidad, los combustibles fósiles sigan dominando el mercado energético y el cambio climático se agrave.
Estados Unidos y Europa han quemado la mayor parte del carbono mundial que nos podemos permitir quemar. Por consiguiente, tenemos una obligación moral con el mundo en desarrollo y un problema práctico, porque todos vivimos en el mismo planeta.
James Hansen, director retirado del Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la NASA, dirige el programa de Ciencia del Clima, Concienciación y Soluciones en el Instituto de la Tierra de la Universidad de Columbia.
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