En los albores del siglo que vivimos peligrosamente algunos cálculos preconizaban que más de 3/5 partes de la población del planeta (unos 5 200 millones de personas) vivirían en concentraciones urbanas en 2025. Estas previsiones se cumplen. Los números para 2020 procedentes del Banco Mundial son elocuentes: el 56,15 % de la población es urbana. Y la curva es creciente, salvo muy pocas excepciones, en todas las economías y en todas las zonas geográficas del mundo.
A una escala más doméstica, en España más de 30 millones de personas somos urbanas porque, según el Instituto Nacional de Estadística, vivimos en núcleos mayores de 10 000 habitantes. Un tercio de la población se concentra en cinco áreas metropolitanas.
La magnitud del fenómeno de “lo urbano” se entiende con facilidad recurriendo a un par de cifras más: en 1900 residían en las urbes alrededor de 233 millones de habitantes. Un siglo después lo hacían más de 3 000 millones, según los datos del Centre for Human Settelments de Naciones Unidas.
Resulta evidente que somos mayoritariamente urbanitas. Pero no estamos solos. Junto a nosotros nacen y se desarrollan no sin dificultades los bosques urbanos, cuya importancia también es creciente.
Árboles dentro y fuera de las ciudades
Decía Azorín que el odio, la antipatía o el rencor hacia los árboles se configuran como una tradición castiza, neta e innegable sustentada en la incapacidad para entender la complejidad de la relación de los árboles con nuestro paisaje. Y esto resulta tanto más evidente cuanto más cerca vivimos los unos de los otros. Algo que ocurre sobre todo en las ciudades. Allí los seres humanos cohabitamos con una multitud de organismos que, en términos de biomasa, se sustentan en los individuos más grandes del reino de las plantas, los árboles.
Buscando las fuentes de biodiversidad del planeta, algunos autores inmersos en proyectos de mucho calado estimaron hacia finales del pasado siglo que en una ciudad de tamaño medio como Córdoba, de alrededor de 300 000 habitantes, más del 90 % de la biomasa corresponde a sus árboles, mientras que los habitantes humanos representamos alrededor del 7 %.
Ocupamos con nuestras ciudades menos del 0,5 % de la Tierra emergida del planeta. Así, dejamos mucho territorio para que sea ocupado por otras especies, cultivadas y domesticadas o no, entre las que están los árboles. Pero si estos son extremadamente importantes en el medio natural, lo son aún más en un medio claramente hostil para su supervivencia como el urbano. Allí los llevamos por su multifuncionalidad estética, urbanística, ecológica, ambiental, protectora, paisajística, social, histórica, simbólica, cultural o recreativa.
Proveedores de servicios valiosos
En años recientes es frecuente encontrar ciudades que reconocen a sus árboles más ilustres, los identificados como singulares, así llamados por diferentes motivos que los hacen únicos. Pero resulta necesario entender qué hacen por nosotros todos aquellos que de forma mayoritariamente anónima sobreviven entre nuestras calles, a veces cuidadosamente planificadas y otras veces originadas por el transcurrir del tiempo, pero siempre asociadas al carácter fuertemente gregario del ser humano.
La longevidad y la plasticidad de los árboles los convierten en fedatarios vivos de los acontecimientos naturales y no naturales a los que sobreviven. En el entramado urbano son palimpsestos cultivados (término antes aplicado a los infinitos olivos andaluces), que relatan con altísima precisión la vida de la ciudad a la par que prestan servicios que pasan desapercibidos pero que resultan trascendentes para todos nosotros.
Un árbol adulto cualquiera de hoja no acicular puede tener un volumen medio de 1 000 m³ de copa y unos 400 kg de raíces. Entre sus hojas y ramas puede filtrar unos 7 000 kg/año de partículas, puede retener en el suelo más de 60 000 l/año de agua y producir 1 000 de mantillo. Además, puede generar alrededor de 350 l/hora de O₂, constituyéndose en valiosísimos puntos para repostar los aproximadamente 8 000 l de este gas vital que a modo de combustible necesitamos diariamente cada ser humano. Y, finalmente, puede secuestrar hasta 150 kg/año de CO₂ para contribuir decididamente en la mitigación del cambio climático.
La gestión de los bosques urbanos
En situaciones urbanas, en la que nos encontramos ya la mayor parte de la población del planeta, los árboles han sido grandes perdedores en las decisiones de planificación. En demasiadas ocasiones los han tenido en cuenta tan solo como un elemento más que, por motivos del guión urbanístico, puede ser eliminado sin más para, en el mejor de los casos, ser sustituido por otro u otros ejemplares que nos ofrezcan un mejor “servicio” en los espacios que colonizamos.
En este tipo de sistemas urbanos, de complejidad sin parangón entre todos los sistemas del planeta, las interacciones son muy desequilibradas. Una sola especie, la humana, determina estrictamente los parámetros generales del sistema desplazando cualquier elemento que perturbe estos parámetros. Se produce así un marcado y generalizado descenso de especies vegetales y animales. Estas acaban ocupando una posición residual de difícil subsistencia y, como consecuencia directa, dejan de prestar servicios ecosistémicos de todo tipo.
Ante esta perspectiva, la importancia de los bosques urbanos crece, se reconoce y deriva en herramientas y estrategias de gestión que permiten dimensionar con relativa facilidad y bastante precisión los objetivos de ocupación del territorio por parte del bosque urbano.
Así se ha acometido en trabajos dedicados a la vertebración de la infraestructura verde de gestión pública, como el titulado Estimación de la cobertura arbórea como base para la gestión del bosque urbano de la ciudad de Córdoba. Usando las nuevas y asequibles herramientas disponibles y otras convencionales como la teledetección, este trabajo ha permitido conocer para esta ciudad la cobertura arbórea, de algo menos del 10 % de media para todo el casco urbano, aunque con oscilaciones entre distritos entre el 4 % en los más desarbolados y el 19 % en los más favorecidos.
El trabajo también ha estimado la distribución geográfica de sus más de 85 000 árboles. Ambas medidas permiten fijar las posibilidades de crecimiento equilibrado de la arquitectura arbórea y proponer para esta un horizonte de cobertura en consonancia con el de otras ciudades de condiciones climáticas comparables que quieren situar sus cifras entre el 25 % y el 40 % en los próximos 5 a 15 años.
Ángel Lora González, Profesor Titular del Departamento de Ingeniería Forestal, Universidad de Córdoba
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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