9 de noviembre de 2022

Acaparar tierras, secuestrar porvenires

 La crisis de 2008 ya no puede considerarse un obstáculo temporal que, una vez superado, nos devolverá a la senda de la prosperidad. Más bien, se ha ido enhebrando con nuevas crisis, algunas totalmente inesperadas (como la pandemia) y otras predecibles (como la crisis energética recientemente agudizada, al menos en Europa, por la guerra en Ucrania). Las ramificaciones de estas crisis superpuestas o retroalimentadas (la propia guerra en Ucrania implica la reducción de la exportación de trigo a países africanos) están modificando el sector agrario y alimentario de< forma sustancial, hasta el punto de que difícilmente pueden considerarse de forma aislada.

La faceta alimentaria de esta crisis atrajo el interés de grandes fondos de inversión que veían la tierra como un activo muy rentable. Auspiciados bajo argumentos maltusianos (en los que al aumento de población se suma un clima cada vez más adverso que aniquila hectáreas de cultivo), esperan que la intensificación de la actividad agraria satisfará la demanda de alimentos —que nunca cesa, pues todos comemos tres veces al día, argumentan los brókers—. Además, el calentamiento del planeta sirve en bandeja otro noble propósito: sustituir los combustibles fósiles por biocombustibles y plantar miles de hectáreas de bosques que capturen el carbono que danza por la atmósfera.

Los fondos de inversión comenzaron a ver con buenos ojos esta apuesta, y los países con recursos naturales raquíticos y billeteras llenas pusieron su mirada en esos lugares que comúnmente se consideran poco desarrollados, pero que nadan en una abundancia natural mal aprovechada. Comenzó lo que en la literatura se conoce como «Adquisiciones de tierras a gran escala» (ATGE). La base de datos Land Matrix estima en unos 48 millones de hectáreas la tierra adquirida por grandes corporaciones o países extranjeros bajo este nuevo paradigma (las cifras son muy variables dado el carácter incierto de estos acuerdos, y llegan hasta los 227 millones según Oxfam). Se trata de tierras situadas en África, Sudamérica, el este de Europa y el este asiático.

Un metaestudio de la creciente bibliografía entorno a este fenómeno mostró que la gran mayoría de los casos de adquisición de tierras se produjeron en contextos de agricultura a pequeña escala, por lo general en regímenes de propiedad común o con múltiples reclamaciones de propiedad, y que la coacción fue una dinámica clave. Es entonces cuando esta tendencia adquiere tintes dramáticos y adquiere otro nombre: acaparamiento de tierras (land grabbing). Fruto de esta fiebre mundial por la tierra espoleada por la crisis de 2008, la mayor parte de las ATGE se producen en países en los que prevalecen los derechos y la gestión de la tierra comunal y consuetudinaria, es decir, donde abundan los pequeños agricultores sin certificado de propiedad que puedan contrarrestar las maniobras de estas grandes firmas que acuden al reclamo de la tierra fértil y barata.

Asociado al acaparamiento de tierras está el acaparamiento de agua (water grabbing), que, en numerosas ocasiones, constituye el verdadero objeto de codicia de estas operaciones financieras. Poco se puede aumentar el rendimiento agrícola sin recursos hídricos, así que muchas veces lo prioritario es adquirir agua, aunque después se utilice en otros terrenos. Incluso, puede utilizarse en otros sectores, como la minería.

Si atendemos a la versión paternalista de los compradores, las ATGE se pueden contemplar como el impulso para una transición rural en los países en vías de desarrollo que incluya la modernización de su sistema agrícola; la mejora de la tecnología y las infraestructuras; la mercantilización y la comercialización, y la integración en los mercados mundiales mediante la atracción de inversiones extranjeras y el aumento de la capacidad de exportación de los productos agrícolas. Sin embargo, lo que nos encontramos es con agricultores despojados de su medio de vida, que ven cómo la producción de sus tierras, ahora altamente tecnificada, es exportada a otros países. En ocasiones, ni siquiera se podría destinar la cosecha para alimentar a la población local, puesto que se trata de cultivos energéticos, como la caña de azúcar o la palma, destinados a fabricar biocombustibles. Hay casos flagrantes, como el de Sudán, uno de los países con más expolios. A pesar de que las grandes cifras muestran que la agricultura del país se ha modernizado, la ayuda internacional para paliar las hambrunas es más grande que nunca: la gente no tiene qué comer porque no tiene tierra para cultivar. Y en Uganda se utilizan las tierras comunales de los propietarios indocumentados para plantar árboles que fijen carbono.

Pero quizás el caso más paradójico corresponde al de la expulsión de los ocupantes originales del territorio con el fin de proteger a la naturaleza. Los recientes episodios ocurridos en Kenia y Tanzania, con los masáis de protagonistas, ofrecen un ejemplo de ello. Aunque el lugar ha sido preservado durante milenios gracias a un modo de vida basado en el pastoreo, la compra de terrenos con el fin de proteger a la fauna silvestre ha expulsado a los pastores garantes de esa sostenibilidad.

Las ATGE han devenido en una suerte de neocolonización, que se ponen al servicio de las grandes economías para agudizar los desequilibrios. La magnitud del fenómeno y las críticas suscitadas en las esferas académicas ponen de manifiesto el controvertido papel que pueden estar desempeñando en la agenda global de desarrollo las adquisiciones transnacionales de tierras.

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