Edward Wilson decía que la suprema ironía de la evolución orgánica era, al alumbrar un ser capaz de entenderla, haber puesto en peligro toda su obra. Es cierto. Sobrecoge pensar que somos la única especie que en miles de millones de años sobre la Tierra ha podido reflexionar sobre su papel en el mundo, y sobre el funcionamiento del propio mundo, pero también la primera que ha alterado ese funcionamiento, al menos a la escala de nuestro planeta, de una forma tan dramática que arroja sombras sobre nuestro propio futuro.
No es casualidad. Todas las especies tienden a perpetuarse. Los neodarwinistas más ilustres hablan del “gen egoísta” (Richard Dawkins: los genes tratan de expandirse) y el profesor Valverde, que creó Doñana, se refería a la “moral biomásica” (tendemos a considerar moral lo que protege la biomasa de humanos, e inmoral lo que la deteriora). Esta tendencia, que compartimos con todo lo vivo, de utilizar el ambiente para crecer, unida a nuestra sagacidad para lograrlo, ha hecho que el impacto humano sobre el medio haya sido importante desde el mismo instante en que, como especie, pusimos los pies sobre el suelo. No existieron primitivos inocentes a los que podamos imitar. Los hombres de Neandertal eran muy parecidos a nosotros y ocuparon Europa durante aproximadamente cien mil años. No es evidente que produjeran alteraciones ambientales relevantes. En mucho menos tiempo, sin embargo, nosotros, los ‘sapiens’, viajamos, extinguiendo allá donde llegamos a muchas especies, entre las que probablemente se incluían los humanos diferentes (Neandertal, denisovanos, ‘hobbits’ de la isla de Flores). Luego dominamos la reproducción de plantas y animales, transformando gran parte de los ecosistemas merced a la agricultura y la ganadería. Eliminamos las fieras y controlamos las enfermedades, de forma que en apenas un siglo nuestra población se dobló, enseguida se volvió a doblar, lo hizo de nuevo (el año 1800 éramos 1000 millones y hoy somos 7500 millones de personas). Pudimos conseguirlo, también, porque aprendimos a utilizar la energía acumulada en el subsuelo procedente de organismos fósiles, lo que sin pretenderlo nos ha llevado a cambiar la atmósfera. Y esos miles de millones necesitamos comer, vestirnos, calentarnos, viajar, producimos desechos…
El sentido común pareciera indicar que cuando las cosas van bien no deben cambiarse. Y evidentemente a los humanos como especie, hasta ahora, nos ha ido bien, aunque haya sido a costa de deteriorar el derredor. Es más, muchas de las cosas que más nos gustan, las que nos hacen humanos, han sido directa o indirectamente negativas para el ambiente. El ansia de saber, de explorar, de batir récords, de superarnos a nosotros mismos, de romper barreras yendo siempre un poquito más allá, están detrás de nuestra ciencia y tecnología, de nuestro arte, de nuestra capacidad para leer y escribir libros. Son ellos los que han posibilitado nuestro dominio y explotación de todo el mundo, con sus peligrosas consecuencias.
Por eso me refiero a un reto formidable. Defender el medio ambiente implica luchar contra nosotros mismos, contra nuestra propia naturaleza. Es dejar atrás las rutinas, las sugerencias del sentido común, la confianza en que “no será para tanto” y si lo es “ya saldremos de esta”, y plantearnos desde la ciencia y la racionalidad un nuevo desafío, una frontera nunca alcanzada previamente, la de imponernos límites como especie, firmando un armisticio con el entorno. Que sepamos, ninguna otra lo ha hecho previamente. Pero ninguna, tampoco, y voy a repetirme, ha escrito y leído libros, o entendido la evolución orgánica.
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