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No es difícil recoger indicios de que nuestro modelo de alimentación está a punto de cambiar drásticamente. El último discurso de Graziano de Silva, director general de la FAO, considera oficialmente que no podemos seguir produciendo cantidades ingentes de alimentos supuestamente baratos que causan un daño irreversible a los ecosistemas del planeta. Es necesario cambiar la manera de producir, transformar y consumir los alimentos. El reciente pacto entre la industria y el Gobierno en España para reducir el contenido en sal, azúcar y grasas saturadas de 3.500 productos pone de relieve hasta qué punto gran parte de la cesta de la compra consiste en productos dañinos para la salud.
¿Cómo se producirá esa transición en la alimentación? En realidad ya se está produciendo. Múltiples iniciativas, desde el veganismo a los grupos de compra de alimentos, están sembrando la semilla de un modelo distinto, capaz de alimentar a toda la humanidad, que no esté basado en la producción masiva y esquilmante de alimentos supuestamente baratos, sino en criar y distribuir comida de calidad a buenos precios.
La ruta de los alimentos, una visión de la transición de nuestra alimentación basado en una secuencia de siete pasos, puede ser de ayuda para visualizar las direcciones del cambio.
1. ¿Qué comemos?
Disponemos de una variedad de alimentos comerciales aparentemente ilimitada. Todas las semanas, productos antes desconocidos (como la quinoa, el kale o el kombu) se añaden a nuestra cesta de la compra, de la que ya no es fácil que salgan, como no han salido las bienvenidas adquisiciones del tomate, la patata y otras plantas americanas, desde hace siglos. La otra cara de la moneda es la rápida pérdida de variedad genética de los cultivos. Por ejemplo, el trigo tiende a ser usado en unas pocas variedades estandarizadas, lo que lleva a la extinción a innumerables variedades de trigos adaptados a condiciones locales y con características distintivas y beneficiosas para la salud. En general, la creciente variedad comercial está más que contrarrestada por la creciente uniformización de la dieta global, cada vez más dependiente de harinas estándar de trigo, soja, azúcar, etc.
La recuperación de variedades autóctonas de plantas comestibles, como la espelta, muestra como es posible cultivar productos de mejor calidad e impacto sobre la salud, que además remuneran mejor a los agricultores. Pero aquí intervenimos de manera decisiva los consumidores, con nuestra capacidad de demandar este tipo de productos y contribuir así a la mejora de los ecosistemas.
2. ¿Cómo obtenemos nuestros alimentos?
Hace un siglo toda la agricultura y ganadería eran ecológicas, en el sentido del poco o ningún uso que hacían de biocidas de síntesis y otras sustancias potencialmente peligrosas. Ahora solamente un 1% aproximadamente de la producción de alimentos en el mundo se hace de manera ecológica. El resto utiliza una variedad de técnicas agroindustriales que implican la dispersión en el ambiente, en los cultivos y en definitiva en nuestra comida de una larga lista de compuestos tóxicos, desde el glifosato al Imidaclorprid.
La ganadería industrial utiliza gran cantidad de antibióticos, y el exceso de fertilizantes usados en los cultivos se abre camino a los cursos de agua, contaminándolos. Una y otra vez, se ha demostrado que la introducción de técnicas de agricultura ecológica puede mejorar mucho la situación y desde luego la calidad de nuestros alimentos. Nuevamente los consumidores y su demanda de alimentos ecológicos es crucial para que se consolide esta nueva-antigua manera de producir alimentos.
La ganadería industrial utiliza gran cantidad de antibióticos, y el exceso de fertilizantes usados en los cultivos se abre camino a los cursos de agua, contaminándolos. Una y otra vez, se ha demostrado que la introducción de técnicas de agricultura ecológica puede mejorar mucho la situación y desde luego la calidad de nuestros alimentos. Nuevamente los consumidores y su demanda de alimentos ecológicos es crucial para que se consolide esta nueva-antigua manera de producir alimentos.
3. ¿Cómo transformamos nuestros alimentos?
De una serie de técnicas diversas pero sencillas para fabricar alimentos palatables (desde la panificación a la conserva de pescado) se ha pasado a una compleja pero monótona fabricación de alimentos ultraprocesados, añadiendo aditivos, texturizantes y saborizantes a una base de harina refinada, proteína de soja, aceite de palma y azúcar. El resultado final puede ser un pastel o una empanadilla, pero todo sabe más o menos igual.
La clasificación de los alimentos en tres categorías (frescos, con una transformación básica y ultraprocesados) nos ayudaría a sacar adelante una alimentación más sana. Recientemente proliferan las iniciativas de reformulación de alimentos, generalmente reduciendo su contenido en sal, azúcar y grasas procesadas, pero es el concepto mismo de alimento ultraprocesado el que está en entredicho. Estos alimentos han colonizado nuestra alimentación hasta extremos de los que ya casi no nos damos cuenta.
La clave de la transición hacia una alimentación sostenible en este caso está en preferir alimentos frescos o poco transformados y procesarlos en casa, es decir cocinarlos. De donde viene la afirmación “cocinar es revolucionario”.
4. ¿Cómo se transportan y distribuyen nuestros alimentos?
Los “alimentos de kilómetro cero” están llamando mucho la atención. Todo un movimiento busca abastecerse de manera local en lugar de comprar comida procedente de la otra punta del mundo. La idea general es abastecernos de lo próximo antes que de lo lejano, con la consiguiente reducción de la huella ecológica de nuestra alimentación.
El comercio mundial de alimentos siempre ha existido, pero sería mejor reservarlo para productos que no haya manera de conseguir de otra forma. La implantación de etiquetas de kilometraje de alimentos se ha intentado en alguna ocasión pero no ha llegado a buen puerto.
La gran autopista mundial de la alimentación desemboca en terminales cada vez más grandes, hipermercados repletos de productos estandarizados. Son fundamentales para nuestro abastecimiento, pero se han llevado por delante un montón de tiendas pequeñas especializadas que garantizaban variedad de alimentos y contacto con el productor (hasta el año 2000, por ejemplo, existió una tienda de caracoles vivos en la calle de la Ruda, Madrid). El problema está en que las grandes superficies ofrecen precios imbatibles, todo el resto del comercio alimentario cae automáticamente en la categoría de muy caras delicatessen.
Todo un movimiento que busca saber el origen real de nuestra comida está en marcha, mediante cadenas de alimentación especializadas, grupos de consumidores e incluso huertos urbanos y productores de sus propios alimentos en medio de la ciudad.
5. ¿Qué comida tenemos a nuestro alcance? ¿Cómo obtenemos información sobre su calidad?
Una ojeada a la estantería de yogures de cualquier supermercado nos mostrará una mareante variedad de productos. En realidad tiene truco, son infinitas combinaciones de leche de vaca y fermentos con azúcar y saborizantes, a veces incluso con trocitos de fruta. El caso es que interpretar cuál de todos ellos nos conviene más es una tarea difícil: necesitamos consultar muchas etiquetas y listas de ingredientes. En el conjunto del supermercado la cantidad de información disponible sobre los alimentos expuestos es abrumadora, desde una simple indicación de su origen geográfico en las hortalizas frescas a listas de ingredientes enciclopédicas en cualquier galleta adobada con aceite de palma.
El cambio en este caso es en la dirección de etiquetas semáforo. En lugar de prolija información nutricional en letra diminuta, unas pocas señales de alerta en la forma de luces verdes o rojas pueden alertar al consumidor, de un vistazo, del origen cercano o lejano del alimento, de su tipo de transformación, de su contenido en azúcar añadido, etc.
6. ¿Cómo elegimos nuestra comida?
¿Cómo elegimos nuestra dieta en España, Europa o cualquier lugar del mundo? Nuestra cultura alimentaria está entre dos extremos, el nutricionismo y la llamada “comida de la abuela”. Estamos sumergidos en una complejo ecosistema informativo, en el que compiten por nuestras preferencias las campañas de salud pública y comida sana de las administraciones, las campañas de las ONG contra alimentos insostenibles y de manera abrumadora la publicidad de las marcas comerciales de alimentos.
La cultura nutricional se ha extendido para bien, permitiendo al público elegir su comida de manera mejor y más segura, pero su derivado, el nutricionismo, se está usando para aumentar las ventas de alimentos ultraprocesados en detrimento de los frescos, así como para desacreditar los alimentos ecológicos. El argumento principal es que ciertas clases de alimentos, sea cual sea su calidad, tienen la misma cantidad de nutrientes (hidratos de carbono, lípidos, azúcares, proteínas, etc.).
La distinción de los alimentos en tres grandes apartados señalada arriba (frescos, poco procesados, ultraprocesados) tal vez mediante etiquetas específicas, puede ayudar mucho a los consumidores a hacer una elección saludable.
7. ¿Cómo podemos emprender la transición hacia una alimentación sostenible?
Llegó la hora de ponernos manos a la obra, poniendo en práctica la cocina sostenible. La cocina sostenible es una técnica para alimentarnos buena para nuestro bolsillo, nuestra salud y nuestro Planeta. Y que, además, es deliciosa.
Desde un punto de vista global, la cocina sostenible es aquella que permite que toda la humanidad se alimente de manera saludable. Participa del movimiento en pro de una alimentación de calidad accesible para todos, no escindida en comida de bajo coste y de baja calidad por un lado y en delicatessen muy caras por otro.
Es una de las partes más importantes de un estilo de vida sostenible, pues cubre la elección y compra de alimentos, su transformación, utensilios de cocina, técnicas y recetarios y habilidades para el reciclaje o desechaje de los restos de alimentos.
Siete componentes de la cocina sostenible
• Mejor frescos y poco procesados
Una cesta de la compra muy cara no es sostenible. Algunos trucos (como comprar menos alimentos muy procesados y, por lo tanto, más caros) nos permitirán dedicar el dinero sobrante a mejorar la calidad de nuestra dieta, incluyendo productos con denominación de origen o ecológicos.
• Listas cortas y claras de ingredientes
Y en general toda la información disponible para guiar la decisión de compra de alimentos, con dos criterios básicos: rechazar los productos con un número exagerado de ingredientes y aquellos con ingredientes que no se pueden identificar.
• Más vegetales, menos carne
La cocina sostenible no rechaza ningún alimento, y propone una mezcla de la máxima variedad posible. Propone comer más vegetales y menos productos ganaderos, reduciendo así la huella ecológica global de nuestra alimentación.
• Próximos y sin tóxicos
Esto se aplica al producto alimentario en conjunto, incluyendo su origen y sus costes de transporte. Algunas elecciones de la cocina sostenible son los alimentos de origen próximo y los cultivados sin uso de pesticidas tóxicos.
• Recetario mundial y cocina de la abuela
En el caso de nuestro país, la cocina sostenible está basada en las cocinas tradicionales de cada región o comarca, sin desdeñar los hallazgos de la cocina mediterránea, universo culinario en el que se supone que se engloban las cocinas de la península Ibérica. También es muy importante la aportación de otros recetarios de mundos más alejados, como la cocina japonesa, china o mexicana.
• Cocina sencilla y eficiente
Usa técnicas de cocina accesibles a todo el mundo, que no requieran utillaje complicado ni específico, y teniendo siempre en cuenta el no derrochar recursos vitales como la energía y el agua.
• Piensa en el después
Una parte importante del estilo de cocina sostenible es reducir al mínimo los desperdicios, no tirar comida y organizar el “desechaje” de los restos de comida producidos. No todos podemos tener un compostador y un huerto donde echar el abono producido, pero sí poner en práctica soluciones imaginativas para los residuos de nuestra cocina.
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