se levanta con el tiempo justo para llegar a la primera reunión de trabajo del día. Pide un taxi por el móvil mientras toma el último sorbo de café. Tras la jornada de mañana, y aprovechando que hace muy bueno, utiliza un patinete eléctrico para llegar al restaurante donde ha quedado con un amigo. Vuelve a la oficina en bicicleta —no había ningún carsharing a mano— y, al acabar el día, se decide a regresar a casa con un VTC, que en ese momento está a buen precio por la baja demanda.
Un día cualquiera de una persona cualquiera puede suponer muchas decisiones de movilidad, utilizando varios medios de transporte sin tener la propiedad de ninguno. También es un reguero de intercambio de datos, y en el siglo XXI los datos son muy útiles. Recogidos por sensores, interpretados por máquinas, gestionados en la nube y puestos al servicio de ciudades y ciudadanos, los datos nos prometen mejor movilidad, un aire más limpio, más calidad de vida. Frente a la movilidad clásica, basada en la propiedad de un vehículo, permiten la llamada movilidad como servicio (MaaS, mobility as a service), es decir, elegir entre varias opciones para ir de A a B recurriendo a empresas de todo tipo. Y los datos también impulsan las smart cities, que no solo recogerán mejor la basura y regularán con más eficiencia el alumbrado público: también reducirán las distancias temporales mediante una gestión inteligente de espacios y vehículos.
Y es solo el principio: el despliegue de las redes 5G acercará aún más el desarrollo de los coches autónomos, totalmente conectados a su entorno gracias al Internet de las cosas. No emitirán gases contaminantes, porque el futuro son los motores eléctricos. El desarrollo de las redes inteligentes de distribución eléctrica y de la autogeneración doméstica mediante placas solares los hará mucho más competitivos.
Vivíamos en ese futuro, de oferta creciente de servicios de movilidad, hasta que cambió drásticamente la demanda. La culpa fue de un virus. Nos quedamos encerrados en casa y, muy poco a poco, empezamos a salir. Y descubrimos, de repente, que se podía hacer vida andando, a un kilómetro de casa; que los vehículos privados, casi sin uso semana tras semana, ocupaban demasiado espacio público; que pasar dos horas al día en el coche para ir al trabajo era, en muchísimas ocasiones, innecesario. Sucedieron milagros: llovía y la ciudad olía a tierra, no a dióxido de carbono. Se oían los trinos de los pájaros, no los bocinazos de los coches.
Vivíamos en ese futuro hasta que un virus nos obligó a volver al pasado. Y ahora puede que la demanda de movilidad no sea exactamente como era. Si hace 50 años talábamos árboles y destruíamos bulevares para dejar espacio al coche, el símbolo de modernidad y estatus, ahora queremos aceras más amplias y calzadas peatonalizadas. Y necesitamos más metros cuadrados para las bicicletas y los patinetes eléctricos. Pero no todo son buenas noticias para la calidad del aire: la desconfianza ante las multitudes es una amenaza para el transporte público, imprescindible para combatir la polución; el desafío logístico del auge del comercio electrónico también plantea problemas de sostenibilidad.
Cuando la movilidad del siglo XXI pugnaba por imponerse al urbanismo del siglo XX, basado en el uso del coche privado, llegó la pandemia a cambiar nuestra mirada. El modelo se está definiendo, y la tecnología ofrece todo tipo de alternativas. Serán las sociedades quienes elijan cómo se ordenan, y de esa decisión depende la movilidad del futuro.
El rey coche se tambalea
Terminaba abril, escaseaban todavía las mascarillas y el ministro de Transportes y Movilidad, José Luis Ábalos, comparecía ante el Congreso para dar detalles de la entonces inminente desescalada. “El coche privado no es una solución sostenible de futuro, pero en este paréntesis y en estas circunstancias es una opción”, decía, provocando el estupor de los ecologistas. Alguna ejecutiva del sector lo recuerda con sorpresa varios meses después. Aunque a Ábalos todavía le persiga la frase, al menos habló de “paréntesis”. No está del todo claro si ese paréntesis por la pandemia está definitivamente cerrado, pero sí que el diseño de la movilidad del futuro, por encima de ideologías y de diferencias entre países, tiene mucho menos espacio reservado para el vehículo privado.
Como el tabaco
La pandemia ha reforzado esa idea de que el coche ya no debe ser el rey. Tanto que Jesús Herrero, secretario general de ATUC, la Asociación de Transportes Públicos Urbanos e Interurbanos, ve incluso paralelismos entre el cambio de percepción hacia el tabaco de décadas pasadas y lo que está ocurriendo ahora con el coche privado. “El modelo actual de movilidad es insostenible”, dice, y no solo por los problemas ambientales: “Tenemos el 85% del espacio público dedicado al coche, cuatro metros cuadrados la mayor parte del tiempo parados en la calzada o, muchas veces, con una sola persona circulando”. Según datos de la Comisión Europea, los vehículos están aparcados el 92% del tiempo, y efectivamente circulando solo el 5%, con una media de ocupación de 1,5 personas por viaje. “La movilidad en automóvil es la opción que más espacio ocupa y más espacio desperdicia, además de la más nociva para el medio ambiente”, resume José Carpio- Pinedo, profesor universitario y consultor especializado en movilidad sostenible.
Para contrarrestar esta tendencia, la industria del motor lleva años persiguiendo dos saltos cualitativos: la electrificación de los motores y la conducción autónoma. El primer fenómeno ya empieza a ser una realidad: según los datos de Anfac, la patronal de los fabricantes de automóvil, en los nueve primeros meses de 2020 las ventas de coches totalmente eléctricos crecieron un 32%, casi lo mismo que cayeron las de vehículos de gasolina y diésel, un 38%. Todavía suponen muy poco para el conjunto del mercado —un 1,67%—, pero el Plan Nacional Integrado para la Energía y el Clima 2021-2030 prevé un parque de cinco millones de vehículos eléctricos para dentro de diez años, lo que supondría alrededor del 15% del total. Las compañías energéticas ya toman posiciones ante la electrificación del automóvil. Les exige una importante adaptación de su red, que se tiene que superponer a las de movilidad, como explica Juan Ríos, director de Planificación y Regulación de Iberdrola i-DE, la antigua Iberdrola Distribución Eléctrica. “Tenemos que ir generando una red pública de recarga de vehículos incluso antes de que exista la demanda. Y ya tenemos centros de control de la movilidad que nos permiten conocer patrones de uso que necesitamos para planificar de forma más eficiente”, cuenta. Pero el gran cambio será la llegada de la conducción autónoma: “No tengo ninguna duda de que será una realidad en 2030”, pronostica Begoña Cristeto, socia responsable de automoción de KPMG España.
Gracias al despliegue de la red 5G y la sensorizaciónomnipresente en las vías públicas, los coches no necesitarán conductor y servicios como el carsharing, cuya rentabilidad actualmente está lastrada por la necesidad de operarios que trasladen eventualmente los vehículos de un punto a otro, se generalizarán aún más. “El vehículo se va a convertir en lo menos valioso de la industria de la movilidad. Los fabricantes lo saben y están preocupados. Si no se sitúan bien, van a ser simplemente los productores de la carcasa. Y tampoco quieren ser los que desplieguen una infraestructura para que luego sean otros los que la rentabilicen, como ha sucedido en otros negocios”, explica Cristeto.
La doble cara del teletrabajo
El coche fue uno de los perdedores del confinamiento: el teletrabajo demostró que no es una herramienta imprescindible en la vida laboral, y cuando empezamos a salir a la calle nos dimos cuenta de todo el espacio que ocupaba, espacio público del que no podíamos disfrutar como peatones o en las terrazas. “El teletrabajo es una buena noticia en cuanto a los transportes más insostenibles medioambientalmente, pero es una mala noticia para los que tienen que ser sostenibles financieramente”, afirma Carpio-Pinedo. A menos viajeros, menos billetes vendidos por el transporte público y más problemas para las arcas públicas, que no van a atravesar tiempos de bonanza.
Una historia de tecnología, movilidad y calles sucias
En agosto de 2013 entró en vigor un nuevo contrato integral para la limpieza y mantenimiento de los espacios públicos de Madrid, con una vigencia de ocho años. El Ayuntamiento de la ciudad, entonces encabezado por Ana Botella (PP), lo presentó como un gran avance, ya que suponía una rebaja de 300 millones de euros para las arcas municipales, gracias, se explicaba, a que el uso de la tecnología permitiría dedicar menos personal a esas tareas. Sin embargo, el empeoramiento de la calidad del servicio se hizo evidente en seguida. Madrid empezó a tener un problema de suciedad en sus calles que, como el contrato, pervive, y el malestar de los trabajadores desembocó en una huelga que plagó de basura la ciudad durante 13 días de aquel noviembre.
Inés Sabanés, ahora diputada en el Congreso de Más País, heredó ese contrato en 2015 cuando Manuela Carmena la nombró delegada de Medio Ambiente y Movilidad del Ayuntamiento de Madrid, con responsabilidad sobre la limpieza urbana. En su opinión, ese contrato es un buen ejemplo de los límites de la tecnología para solucionar los grandes problemas de las ciudades: “Aquello fracasó porque se olvidaron de que es un trabajo intensivo en mano de obra. La tecnología es una herramienta, un complemento. Lo fundamental es tener una estrategia de ciudad”.
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