10 de junio de 2019

Asia no quiere ser un vertedero

Toneladas de plásticos en Malaisia procedentes del países ricos.
Toneladas de plásticos en Malaisia procedentes del países ricos.  AP
Puede parecer un gesto anodino, pero cada vez que tiramos un envase de plástico al lugar equivocado estamos contribuyendo a un desastre. Si pudiéramos seguir el itinerario de ese envase, con toda probabilidad acabaríamos en Asia. Malasia acaba de decir basta. No quiere recibir más residuos plásticos procedentes de Occidente, una decisión que China ya tomó en 2018. Parece increíble que el tráfico de residuos plásticos se haya convertido en un negocio, pero así es. En teoría son residuos para reciclar, que se exportan a países en desarrollo donde se supone que es más barato hacerlo. Pero gran parte están mezclados y son difícilmente reciclables, de modo que acaban en vertederos incontrolados o en los mares.
España es el sexto país de la UE que más residuos exporta: 319.000 toneladas en 2016. Entre 1950 y 2015 se han fabricado en el mundo 8.300 millones de toneladas de plástico. De ellos, apenas 567 millones se han reciclado y otros 756 se han incinerado. El resto, o está aún en uso o ensucia el medio ambiente. En 2017, el comercio de residuos movió 11,2 millones de toneladas en contenedores que surcaron océanos para llegar a su destino. Un despropósito, porque al problema que son los propios residuos se añade el coste ambiental de su traslado. Semejante trasiego forma parte un modelo irracional de despilfarro energético. La materia prima de un producto recorre medio mundo entre el lugar en que se obtiene y el que se fabrica, y otro tanto hasta el punto de venta. Y el plástico que lo protege vuelve a dar la vuelta al mundo en contenedores de residuos.
Todo eso mueve dinero. Mucho dinero. En realidad, son desechos molestos que los países ricos deberían asumir pero no lo hacen. Los residuos que se recogen en los contenedores de reciclaje son gestionados en España por una empresa a la que los fabricantes de plástico han encomendado esta misión. Tras pasar por una planta de clasificación, se subastan. Lo que sale de ellas ya no es un residuo, sino un producto que se contabiliza como otra mercancía más susceptible de contabilizar en el PIB. Una actividad por la que unos se lucran y todos pagamos las consecuencias. Porque esa contribución al PIB no deja de ser una ficción, como muy bien señala David Pilling en El delirio del crecimiento (Taurus, 2019). Una ficción más de este sistema que todo lo mercantiliza, hasta los problemas.

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