En un campo en Vancouver, frente a una
hilera de casas blancas, unas quinientas tupidas piceas de Sitka crecían
hacia el sol. En un día de primavera de 2013, los árboles, con
apretadas agujas triangulares de color verde oscuro, se apiñaban de modo
irregular. Aunque todas se habían plantado al mismo tiempo, siete años
antes, su altura variaba igual que la de unos escolares reunidos para
una fotografía de grupo.
Los árboles de menor altura, de unos sesenta centímetros, procedían de la isla de Kodiak, en Alaska; el más alto, de casi dos metros, era originario de Oregón. El tamaño no era la única diferencia visible. Los abetos de Alaska producían brotes tres meses antes que los de Oregón. También se conservaban verdes y saludables por mucho que descendiera la temperatura.
Los abetos se habían introducido en este campo, en un extremo del campus de la Universidad de la Columbia Británica, como un experimento para poner de relieve el modo en que se adaptan los árboles a los ambientes locales. Puede sonar obvio que las plantas se ajustan al entorno. Pero conocer con detalle cómo lo hacen resulta importante si se piensa en una amenaza inminente: los hábitats están transformándose a medida que el planeta se calienta, y los árboles no pueden simplemente levantarse y caminar a un nuevo hogar. Si una especie no se transforma al ritmo de un clima cambiante, está condenada.
Debido a que los árboles no pueden reubicarse por sí mismos, se está explorando una solución novedosa: reubicar su ADN. Por este motivo, Sally N. Aitken, directora del Centro para la Conservación Genética del Bosque de la universidad plantó el jardín de piceas. La experta cree que la salvación de los bosques de la Columbia Británica (y de otras partes del mundo) quizá dependa de una práctica llamada flujo genético asistido. Consiste en trasladar organismos con rasgos particulares de una parte a otra de su área de distribución natural y podría ayudar a las especies a adaptarse a las condiciones futuras. El árbol de Oregón y el de Alaska tal vez alberguen por separado ciertos genes que podrían aportar beneficios a ambos. Pero, sin una intervención, nunca coincidirían en un mismo individuo.
Los árboles de menor altura, de unos sesenta centímetros, procedían de la isla de Kodiak, en Alaska; el más alto, de casi dos metros, era originario de Oregón. El tamaño no era la única diferencia visible. Los abetos de Alaska producían brotes tres meses antes que los de Oregón. También se conservaban verdes y saludables por mucho que descendiera la temperatura.
Los abetos se habían introducido en este campo, en un extremo del campus de la Universidad de la Columbia Británica, como un experimento para poner de relieve el modo en que se adaptan los árboles a los ambientes locales. Puede sonar obvio que las plantas se ajustan al entorno. Pero conocer con detalle cómo lo hacen resulta importante si se piensa en una amenaza inminente: los hábitats están transformándose a medida que el planeta se calienta, y los árboles no pueden simplemente levantarse y caminar a un nuevo hogar. Si una especie no se transforma al ritmo de un clima cambiante, está condenada.
Debido a que los árboles no pueden reubicarse por sí mismos, se está explorando una solución novedosa: reubicar su ADN. Por este motivo, Sally N. Aitken, directora del Centro para la Conservación Genética del Bosque de la universidad plantó el jardín de piceas. La experta cree que la salvación de los bosques de la Columbia Británica (y de otras partes del mundo) quizá dependa de una práctica llamada flujo genético asistido. Consiste en trasladar organismos con rasgos particulares de una parte a otra de su área de distribución natural y podría ayudar a las especies a adaptarse a las condiciones futuras. El árbol de Oregón y el de Alaska tal vez alberguen por separado ciertos genes que podrían aportar beneficios a ambos. Pero, sin una intervención, nunca coincidirían en un mismo individuo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario