Solo tres días antes de terminar una larga prospección científica,
asistí por fin al fenómeno que me había empujado a viajar a través de
medio mundo. Constaté la subida del nivel del mar.
Soplaba un temporal del noroeste en la laguna casi siempre en calma
del atolón de Tarawa, la capital de Kiribati. Esta nación insular del
Pacífico es hoy símbolo de los lugares con mayor probabilidad de acabar
sumergidos a causa del cambio climático y el ascenso del nivel del mar.
Aquella tarde, con la marea alta, las olas rompían malecones, inundaban
carreteras y anegaban casas a lo largo de las muy pobladas islas de
Tarawa Sur.
Como los demás extranjeros que llegamos al aeropuerto internacional
de Bonriki, con los dientes aún apretados tras aterrizar en una pista
que se extiende de costa a costa, esperaba observar fácilmente los
efectos del cambio climático en un remoto país en vías de desarrollo que
carece del dinero y de los conocimientos necesarios para adaptarse. La
mar tan alta parecía confirmar mi hipótesis. Ese mes del año 2005, el
mareómetro señaló por primera vez una altura de más de tres metros con
respecto al valor de referencia. El futuro había llegado.
Este año se cumple el décimo aniversario de la primera de mis visitas
a Kiribati, que después han acabado por sucederse con regularidad. En
ellas investigo de qué forma se están adaptando las islas y sus
habitantes a los cambios de la atmósfera y del océano. A lo largo de
este último decenio, el país, que ni aparecía en las bases de datos de
mi agencia de viajes, ha adquirido fama internacional. Sin embargo, el
mareómetro no ha vuelto a marcar los tres metros de altura.
No nos equivoquemos. Kiribati y otros países insulares, como Tuvalu,
las islas Marshall y las Maldivas, corren peligro por el aumento del
nivel del mar.
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