El Apocalipsis tuvo lugar el 1 de marzo de 1954 en mitad del paraíso. Se llamaba Castle Bravo. Luego hubo bombas peores, pero aquella explosión termonuclear de 15 megatones abrió una cicatriz indeleble en la piel de la Historia. Entre 1946 y 1958, Estados Unidos explotó 67 bombas nucleares en las Islas Marshall, un puñado de atolones espolvoreados sobre el océano Pacífico. Bikini, Enewetak y algunas otras islas como Rongelap o Utirik fueron el epicentro de una "furia" nuclear como nunca se había visto; una furia que, presuntamente, había contaminado miles de kilómetros cuadrados y dañado la salud de decenas de miles de lugareños.
"Hasta ahora no había habido investigaciones independientes de la contaminación radiactiva y sus consecuencias", explicaba a El País, Mónica Rouco, subdirectora del proyecto cuando se realizaron las medidas de contaminación en las Marshall entre 2015 y 2018. Ahora lo tenemos y los datos son bastante claros, 60 años después de las últimas pruebas en aquel rincón del Pacífico, las bombas siguen muy presentes.
Lo que queda tras las bombas
67 bombas parecen poca cosa. Hace unos días contábamos que, a escasos 100 kilómetros de Las Vegas, el Ejército de EEUU había realizado 928 pruebas nucleares. Sin embargo, las 67 explosiones del norte de las Marshall sumaron más de la mitad de todos los megatones liberados: 108 de los 196. Merecía la pena ser estudiados.
Los científicos del K=1 Project, el centro de estudios nucleares de la Universidad de Columbia, tuvieron la oportunidad de analizar los niveles ambientales de radiación gamma, primero, y la concentración de varios elementos radiactivos, después. Para ello, recogieron muestras de suelos, fondos marinos, animales y plantas de todos los lugares en los que se realizaron pruebas nucleares y los que, pese a su lejanía, sufrieron lluvia radiactiva.
Y, como decía, los datos son claros: hay una alta actividad de numerosos elementos radioactivos como el plutonio-239,240, el americio-241 o el bismuto-207. Es cierto que las dosis de radiación absorbida no son muy altas (5 mSv frente a los 2,4 del ser humano promedio al año), pero la concentración de material radioactivo multiplica por 100 la detectada en otras zonas del archipiélago no afectados por las bombas.
Poco a poco, vamos llenando los huecos que dejó el enfermizo secretismo de la Guerra Fría en nuestra comprensión de lo nuclear y su interacción con el medio ambiente. Es un paso adelante, aunque aún nos queda mucho por aprender.
Javier Jimenez
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