En LA INDIA, en la jungla pantanosa de Meghalaya, los khasis llevan siglos utilizando las raíces de los árboles de la goma para construir “puentes vivientes”. Meghalaya sufre continuas inundaciones durante el monzón y es una de las áreas más húmedas de la tierra. Sus habitantes se han acostumbrado a atravesar barrizales fomentando una especie de “ingeniería natural” urdida con la unión de las raíces de los árboles. Durante siglos han guiado esas raíces, insertando entre ellas tallos de palmera de betel, para que la siguiente generación tenga un trozo más de puente. Algunas pasarelas tienen más de 500 años, miden hasta 30 metros de largo y soportan a más de 15 personas. Esas cifras dan una idea de hasta qué punto los proyectos realizados por tribus nómadas trabajan, paradójicamente, a largo plazo. Construyendo sin industria y dialogando con la naturaleza para entender sus normas, estos pueblos aseguran el futuro de sus nietos haciendo del mantenimiento de su ecosistema un ritual y una cultura. En Occidente lo llamamos ingeniería primitiva.
Este reportaje trata de cuestionar lo que consideramos primitivo y, por consiguiente, también lo que entendemos por progreso. Parte de algunos de los ejemplos que la activista y experta en diseño indígena Julia Watson ha recogido para la editorial Taschen en el libro Lo-TEK. Design by Radical Indigenism, un concienzudo estudio al que la profesora de la Harvard Graduate School of Design y la Universidad de Columbia ha dedicado seis años. Y llega a otro planeta: un mundo en extinción que la Ilustración decidió calificar de primitivo en contraposición a la entonces naciente industria que iba a transformar nuestras vidas. Puede que haya llegado el momento de revisar los términos y cuestionar todos nuestros saberes e ignorancias. Bienvenidos los descreídos.
Ifugao quiere decir “gente del cielo”. Esta tribu filipina vive en las montañas más altas del archipiélago, donde transformaron pendientes de hasta 70 grados en campos de cultivo. De generación en generación han transmitido el conocimiento para, desplazando la tierra sobrante hasta formar muros de contención, aterrazar las laderas para convertirlas en arrozales. Consiguen una forma de vida y protegen la montaña de la erosión de la lluvia, porque los arrozales de la isla de Luzón filtran y purifican esa agua. Son un ecosistema de más de 2.000 años que parece una obra de land art. Son también un monumento al trabajo comunitario, y a la atención necesaria para colaborar con la naturaleza.
Allí, el cultivo organiza el calendario laboral y de fiestas. La mayor es la recogida de la cosecha y el día más sagrado, el de descanso. La pendiente del terreno ha protegido este lugar durante siglos. Fue el primer paisaje que la Unesco declaró patrimonio mundial, en 1995, y, paradójicamente, ha sido puesto en peligro por los cerca de 100.000 viajeros que, hasta ahora, lo visitaban anualmente.
Escapando del turismo, los subaks mantienen el sistema socio-ecológico más antiguo del mundo. El término balinés subak describe a la vez los métodos de riego de los arrozales en terrazas y las asociaciones de agricultores que comparten el agua desde hace milenios. Trabajan a la sombra de los volcanes y amparándose en la fertilidad de esa tierra volcánica. Como sucede con muchos arrozales del sureste asiático, en Bali la hidrografía se mezcla con la religión y las deidades adoradas son las de la fertilidad. Desde el siglo XI, el control de las aguas favorece la seguridad de los nutrientes. El sistema de irrigación y drenaje canalizado evita el uso de pesticidas y permite que junto a los campos haya estanques en los que viven ranas y anguilas. Entre 1960 y 1978 se inició en Estados Unidos y se extendió por el mundo la llamada revolución verde, que introdujo granos genéticamente manipulados para conseguir hidratos de carbono de más rápido crecimiento. La idea era tratar de paliar el hambre del mundo. El resultado empobreció el planeta limitando las especies vegetales con monocultivos. En Bali, el fertilizante runoff amenazó además los arrecifes de coral que rodean la isla. En 2006, el Gobierno indonesio lanzó una política para mitigar esos daños. Y en 2012, también la Unesco declaró la zona patrimonio de la humanidad. Premiaban el acuerdo con la naturaleza. Sin embargo, a los pesticidas y la escasez de agua ahora cabe sumar la amenaza del turismo en este territorio tan frágil como necesario.
En el desierto de Irán, los qanats, construidos por los persas, llevaban agua de los acuíferos de las montañas hasta la ciudad de Teherán. A diferencia de los acueductos romanos, no resulta fácil verlos, pero una fotografía aérea revela la sucesión de pozos que perforan ese conducto subterráneo. Hasta los años setenta, la población iraní se abasteció de agua a través de este sistema cavado a mano. Había más de 20.000 pozos recorriendo 170.000 kilómetros. Qanatsignifica cavar y los pozos son un monumento a la paciencia. Los iniciaba un ojeador buscando huellas vegetales que advirtiesen de la presencia de agua subterránea. A partir de ahí, se cavaban pozos. La tierra extraída servía para hacer ladrillos y construir un cráter. Alcanzar tierra húmeda delataba un acuífero. El canal subterráneo evita la evaporación y la inclinación permite el movimiento del agua. Los pozos son comunitarios. Como todas las historias épicas, la de los qanats reúne conquista —llegaron hasta Luxemburgo— y muerte: los derrumbes y las tormentas de arena lo convirtieron en una actividad de precisión comparable con la minería. Para Watson, el declive de los sistemas de qanat obedece al aislamiento de los Gobiernos y a la intensificación de los bombeos en los acuíferos.
Cerca de la frontera entre Bolivia y Perú, junto al lago Titicaca, los uros llevan 3.700 años construyendo islas flotantes. Comenzaron a hacerlo para aislarse de tribus rivales como los incas. Hoy son los señores del mayor lago de Sudamérica. Construidas con paja prensada y juncos, las islas se anclan al fondo del lago con bloques de raíces apisonadas. Hace unas décadas, en el lago introdujeron otro tipo de especies para favorecer la pesca. El resultado fue un desastre; amenazaron su equilibrio natural. También los uros han vencido a las especies invasivas a lo largo de la historia, pero, de nuevo, el turismo está alterando esa cultura, advierte Watson. Hoy, 2.629 personas viven en el grupo de las 90 islas totoras.
También en los humedales del sur de Irak, en la confluencia entre el Tigris y el Éufrates, los ma’dans llevaban 6.000 años sobre islas flotantes manteniendo una ecología vital para el golfo Pérsico. Pero hoy están casi desapareciendo. A los desastres ecológicos y económicos, cabe sumar los políticos. Las islas permitieron asentarse a una población que llegó a tener medio millón de habitantes en un territorio pantanoso e inhóspito. El agua, además de hacer posible la vida y el transporte, fue, también aquí, una forma de defensa. Sobre las islas —móviles o ancladas— los ma’dans alzaban, en apenas tres días, viviendas sin madera ni clavos. Empleaban una especie de bambú local y lograban construcciones rudimentarias y rápidas o sofisticadas con arcos y celosías. El mismo material sirve para todo: atado como columna o viga, y al ser flexible, el junco se puede urdir también para formar suelos y techos. Una casa dura hasta 25 años.
Watson explica que los ma’dans son muy hospitalarios y durante la presidencia de Sadam Husein allí llegaron muchos refugiados perseguidos por el régimen, que secó los humedales y los obligó a emigrar. Corría 1991. La población descendió en un 70%. En 2006, el Gobierno iraquí, ayudado por la ONU, consiguió recuperar el 58% de los humedales. Fue entonces cuando regresaron los 10.000 habitantes actuales. Una década después, el enclave fue declarado patrimonio de la humanidad.
Hoy, cuando algunos arquitectos osados proponen construcciones sobre el agua, en medio de un desierto o junto a acantilados, conviene recordar que diferentes culturas han sido capaces de hacerlo entendiendo el lugar y previendo sus cambios. Ese conocimiento que llamamos primitivo está demostrando ser también futurista. La supervivencia de las tribus y sus tradiciones lanza un mensaje que sería de necios desoír: lo que ha funcionado durante siglos y sigue funcionando, tal vez no deba cambiar. Un diseñador no construye solo objetos y ciudades, construye también una cultura. Por eso no conviene confundir tradición con primitivismo. Conociendo la naturaleza y respetándola, algunas tribus han demostrado una encomiable visión de futuro.
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