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Vivimos en una época marcada por la prisa y el flujo incesante de información. En este contexto, las consignas triunfan. Sin embargo, entrañan un gran defecto: dejan de lado matices esenciales. En relación a la alimentación y su impacto ambiental y social, tenemos que ser precavidos con los consejos que aseguran la bondad de ciertos productos y la maldad de otros. Analizaremos aquí dos de los consejos estrella actuales: abandonar la carne y comer quinua.
Comencemos por la carne. Varios datos indican que la dieta carnívora es poco sostenible. Para empezar, la producción de carne supone un consumo medio de 15.415, 5988 y 4325 m3 de agua por tonelada, dependiendo de si hablamos de vacuno, cerdo o pollo (el cálculo tiene en cuenta el agua necesaria para cultivar los cereales y legumbres con los que se fabrican los piensos que alimentan al ganado). Por otro lado, se estima que la ganadería es responsable de entre el 8 y el 18 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero. Además, hay otros efectos nada deseables asociados a la producción de carne, como las condiciones en las que viven muchos de estos animales o la deforestación que genera el cultivo de las materias primas utilizadas para fabricar piensos.
La quinua tiene mejor prensa. Se trata de un alimento asociado a culturas milenarias que irradian cierto exotismo. Se la ha calificado de «superalimento», muy apropiado para las dietas vegetarianas, pues contiene todos los aminoácidos esenciales, micronutrientes y vitaminas, y, además, no tiene gluten.
Así que la simplificación está servida: la quinua es buena y la carne es mala. Pero ¿es eso del todo cierto? Pues depende. De hecho, podemos argumentar lo opuesto.e
Veamos el lado bueno de la carne. Si nos alejamos de la ganadería intensiva, hallamos otros sistemas de producción que, como el pastoreo, representan ejemplos de sostenibilidad. Mientras pastan al aire libre, los rumiantes ingieren distintos tipos de vegetación que, de otra manera, no serían aprovechados. Con ello logran algo único: transformar lignina y celulosa en proteína. Ninguna máquina es capaz de realizar ese proceso. Además, descargan el paisaje de materiales inflamables, reduciendo el riesgo de incendios forestales. Y, conforme se desplazan, van abonando el campo con sus excrementos. Justamente a eso aspiran todas las iniciativas de la cacareada economía circular: que los desperdicios de uno sean el alimento del otro. Este tipo de ganadería suele producir alimentos de gran calidad, como el cerdo ibérico.
¿Cuál es el lado oscuro de la quinua? Su creciente demanda ha desfigurado el sistema de producción original. En las últimas cuatro décadas, Perú y Bolivia (los principales productores) han aumentado la producción en un 252 y un 612 por ciento, respectivamente, con un crecimiento de la superficie de cultivo de un 124 y un 440 por ciento. Veamos las consecuencias ambientales y sociales de estos cambios.
En los desiertos de altura donde se cultiva la quinua, el clima es extremo (lluvias escasas, frío y viento). Durante siglos, la población local ha sobrevivido gracias a la quinua, cultivada sin medios mecánicos y con un exquisito cuidado de los tiempos, con el fin de dejar descansar la tierra para que se recargase de agua y nutrientes. Pero la fiebre de la quinua ha propulsado la intensificación y expansión de este cultivo. El uso de maquinaria pesada, fertilizantes y pesticidas, la eliminación de la ganadería que abonaba el campo, la invasión de pastizales y la disminución del barbecho han disparado la erosión y el deterioro del suelo. La selección de las variedades más productivas está provocando la pérdida de agrobiodiversidad. La población local, lejos de enriquecerse, ha perdido su principal fuente de proteína: la quinua tiene precios prohibitivos, la mayor parte se exporta y las llamas tienen menos espacio para pastar. Para colmo, muchas de las tierras que estaban en manos de las comunidades locales son ahora propiedades privadas. A la luz de estos hechos, ¿les sigue pareciendo que nuestro plato de quinua es un alimento sostenible?
Estos dos casos nos revelan que nuestro consumo no debería estar condicionado solo por el tipo de alimento, sino también por la manera en la que se produce. El principal problema radica en los sistemas a gran escala, que persigue acelerar los ciclos de producción al menor coste posible.
La solución pasa por involucrar al consumidor y hacerle consciente de las consecuencias de sus decisiones. Contando con que cada vez somos más sensibles a nuestra huella ambiental y social, necesitamos un sistema fiable de trazabilidad y certificación de los alimentos. Es un reto complejo, donde acechan los fraudes y los errores conceptuales, pero que necesitamos resolver. Sucumbiendo a la brevedad de nuestros tiempos, terminaría diciendo: ¿carne o quinua? Depende ¿de qué depende? De según como se mire, todo depende.