Carrie Arnold
Calificado como milagroso en la década de 1950, el potente insecticida DDT (diclorodifeniltricloroetano) prometía librar al mundo del paludismo, del tifus y de otras enfermedades transmitidas por insectos. En sus anuncios, los fabricantes lo promovían como un «benefactor de la humanidad». Los estadounidenses aplicaron más de 1350 millones de toneladas (casi 3,5 kilogramos por habitante) a cultivos, céspedes y animales domésticos en sus hogares, antes de que la bióloga Rachel Carson y otros lanzaran la voz de alarma sobre su impacto en el ser humano y la fauna. La entonces joven Agencia de Protección Ambiental de EE.UU. (EPA) lo prohibió en 1972.
Los amigos y familiares de Barbara Cohn suelen preguntar a esta epidemióloga del Instituto de Salud Pública de Berkeley por qué estudia los efectos de este plaguicida, prohibido hace tantos años. Su respuesta es que el DDT continúa acosando al cuerpo humano. En trabajos precedentes, descubrió que las hijas de las mujeres expuestas a niveles muy elevados de este insecticida durante el embarazo presentaban índices elevados de cáncer de mama, hipertensión y obesidad.
El último estudio de Cohn, sobre los nietos de las mujeres expuestas, constituye la primera prueba de que los efectos perjudiciales del DDT persisten al menos durante tres generaciones. La investigación vincula los altos índices de exposición de las abuelas al índice de masa corporal (IMC) elevado y a la menarquia precoz en las nietas, aspectos ambos que presagian problemas de salud en el futuro.
«Este estudio lo cambió todo», asegura Michele Marcus, epidemióloga de la reproducción de la Universidad Emory, ajena a la nueva investigación. «Desconocemos si otros compuestos [sintéticos y de larga vida], como las sustancias perfluoroalquiladas, tendrán un impacto multigeneracional, pero este trabajo obliga a investigar la cuestión.» En su opinión, solo tales estudios a largo plazo permitirán esclarecer todas las consecuencias del DDT, así como de otros compuestos sintéticos con efectos disruptores, y orientar las normativas.
A finales de la década de 1950, Jacob Yerushalmy, bioestadístico de la Universidad de California en Berkeley, propuso una investigación ambiciosa para seguir a decenas de miles de embarazadas y valorar de qué modo la exposición intrauterina podía afectar a la salud en la adolescencia y la edad adulta. El Estudio de Desarrollo y Salud Infantil (CHDS, por sus siglas en inglés) siguió a más de 20.000 embarazadas de la región de la bahía de San Francisco entre 1959 y 1966. El grupo de Yerushalmy tomó muestras de sangre durante la gestación, en el parto y a los recién nacidos al mismo tiempo que recababa datos sociológicos, demográficos y médicos de las madres y de sus hijos.
Cohn tomó el timón del CHDS en 1997 y comenzó a usar los datos de aquellos niños, entonces cercanos a la mediana edad, para investigar los factores ambientales que se escondían detrás del aumento del cáncer de mama. Una posibilidad era la exposición intrauterina a un grupo de sustancias clasificadas como disruptores endocrinos, como el DDT.
Las glándulas endocrinas humanas segregan hormonas y otros mensajeros químicos que regulan funciones esenciales, desde el crecimiento y la reproducción hasta el hambre y la temperatura corporal. Un disruptor endocrino interfiere con este sistema refinado. Muchos fármacos, como el antibiótico triclosán o el antiabortivo dietilestilbestrol, actúan como tales, al igual que productos industriales como el bisfenol A y los bifenilos policlorados, e insecticidas como el DDT. «Estas sustancias piratean nuestras señales moleculares», afirma Leonardo Trasande, director del Centro para la Investigación de Riesgos Ambientales de la Universidad de Nueva York, que no ha participado en el estudio.
Gracias a las decenas de miles de muestras del CHDS que se conservan congeladas desde hace décadas, Cohn y sus colaboradores pudieron medir el DDT acumulado en la sangre materna para determinar el grado de exposición de los fetos. En una serie de estudios relacionaron esa concentración con la salud cardíaca de los niños, ahora en la mediana edad, y con los índices de cáncer de mama.
El feto engendra todos los óvulos antes de nacer, así que Cohn sospecha que la exposición prenatal al DDT también podría afectar a la descendencia de los hijos, esto es, los nietos de las participantes del CHDS. Con un promedio de 26 años de edad este año, las nietas son jóvenes para sufrir cáncer de mama, pero podrían padecer otras enfermedades cuyo riesgo aumenta en las siguientes décadas de vida.
Con 258 tríos de madre-hija-nieta, el equipo de Cohn descubrió que las nietas de las mujeres situadas en el tercio superior de exposición al DDT durante el embarazo tenían una probabilidad 2,6 veces mayor de presentar un IMC poco saludable. También tenían el doble de probabilidad de que la menarquia se produjera antes de cumplir los 11 años. Ambos factores agravan el riesgo de sufrir cáncer de mama y enfermedades cardiovasculares en el futuro, explica Cohn. Estos resultados, publicados en Cancer Epidemiology, Biomarkers, and Prevention, constituyen la primera prueba de que los riesgos para la salud derivados del DDT abarcan tres generaciones humanas.
Akilah Shahib, de 30 años, cuya abuela formó parte del estudio CHDS y que participa en la presente investigación, opina que los resultados son un duro recordatorio de que los problemas de salud actuales pueden tener su origen décadas atrás. «El DDT estaba disperso en el ambiente y escapaba al control de mis abuelos. Y no fue la única sustancia así», afirma.
Para Andrea Gore, toxicóloga de la Universidad de Texas en Austin, los nuevos resultados son poco menos que revolucionarios. «Este es el primer estudio realmente robusto que muestra ese tipo de consecuencias multigeneracionales», afirma Gore, que no ha participado en el estudio.
Los estudios de laboratorio, entre ellos uno de Cohn en 2019, han revelado que los efectos del DDT y de otros disruptores endocrinos se transmiten durante varias generaciones a través de cambios epigenéticos, que alteran la activación y la inactivación de los genes. Cohn también investiga en este momento los efectos multigeneracionales de otros disruptores endocrinos, como el bisfenol A y los compuestos polifluorados.
Investigaciones de ese tipo también sacan a relucir la necesidad de ensayos a largo plazo para confirmar la seguridad de los productos químicos, afirma Trasande. Gore coincide y argumenta que las autoridades deberían exigir ensayos más rigurosos sobre los efectos de los disruptores endocrinos; mientras se investigan los mecanismos específicos por los cuales estos influyen en la salud de varias generaciones, añade, deberían analizarse sistemáticamente las marcas distintivas de tales influencias en los estudios toxicológicos in vitro.
«Este estudio recalca el imperativo de que algo así no vuelva a ocurrir jamás», concluye Trasande.
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