La misión de la vida es vivir; cuanto más, mejor. Así la vida se esparció hasta ocupar el mundo entero. Lo hizo adaptándose a cada rincón y adoptando infinidad de formas, tamaños, características y capacidades. De esta biodiversidad nació la cultura y la tecnología; las civilizaciones, los pueblos y las ciudades llenas de calles repletas de comercios y restaurantes. Adaptadas a su entorno, las civilizaciones eran diferentes entre sí, y sus cultivos, granjas, paisajes, pueblos y calles también eran diferentes, y era distinta cada calle de cada ciudad y los pequeños establecimientos que las llenaban de vida. Y por eso es tan bueno visitar las otras calles y las otras ciudades y los otros países, para aprender y saborear la diferencia. La diversidad como estrategia adaptativa para favorecer la vida y comérsela a bocados.
Cada ecosistema busca el equilibrio y así, si una especie crece demasiado amenazando a las otras y comprometiendo el clímax, provoca al mismo tiempo una serie de procesos y cambios que, gracias a la magia de la complejidad, acaban generando un nuevo equilibrio dinámico. La mano invisible de la diversidad transforma, adapta y regula involuntariamente cada entorno para favorecer la celebración de la vida.
Pero la providencia de esta mecánica ecológica tampoco está garantizada por ley natural. Los abusos se pueden dar. Los mayores pueden comerse a tantos pequeños como para que acabe siendo un desastre. Por eso debemos defender a los pequeños, ni por justicia ni por piedad. Que haya pequeños es una garantía para el ecosistema, no porque no puedan ser malos, porque pueden hacer menos daño. Además, en la variedad está el gusto. Sin diversidad el mundo sería peor… y mucho más aburrido. De ahí lo de lo pequeño es hermoso.
Pero el marco cultural y la doctrina económica no paran de repetirnos que para sobrevivir hay que crecer. Consecuencia del propio instinto vital, es la única manera de ser competente en un mundo tan competitivo, según dicen los expertos. Si eres un ganadero, debes ampliar la granja. Si eres un restaurante, clonarte mil veces para ocupar todas las calles de todas las ciudades.
Crecer y crecer muy rápido, antes que lo hagan otros y te tapen la luz del sol. Crecer, crecer y crecer hasta convertirte en la especie más preciada, pongamos un unicornio. Pero cuidado, no vaya a ser que los unicornios sean solo una leyenda, un mito, un objetivo tan ilusionante como imposible. Igual se trata de vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver empresarial; o lo que es lo mismo: rondas de inversión, planes de expansión, generar mucho ruido y vender a tiempo. Está bien. Todo está bien si se hace con criterio y ética.
Y ojo, que también hay quien consigue erigir cadenas sostenibles que para mí son un modelo, como UDON, y otros a quienes admiro como Sagardi, por reunir compromiso, sensibilidad y visión empresarial ¡Hay tantas cosas que aprender de ellos! No les negaré que uno de mis sueños húmedos es ver por el mundo muchos más restaurantes promocionando nuestras tradiciones gastronómicas y nuestros mejores alimentos. Habría otros ejemplos, porque crecer puede estar muy bien si va acompañado de alma, pasión y un objetivo real de contribuir a mejorar la sociedad además de la propia cuenta de resultados.
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