Robert Goldberg se derrumba en el sillón de su
despacho y gesticula: «¡Monstruos de Frankenstein! ¡Seres que escapan
reptando del laboratorio! Esto es lo más deprimente a lo que me he
tenido que enfrentar en mi vida».
Goldberg, biólogo molecular de plantas de la Universidad de California en Los Ángeles, no se debate contra la psicosis. Expresa su desesperación ante la constante necesidad de afrontar lo que él ve como temores infundados sobre los riesgos de los cultivos modificados genéticamente (CMG). Lo más frustrante de todo, asegura, es que ese debate tendría que haber concluido hace décadas, cuando los investigadores presentaron una montaña de pruebas absolutorias: «Hoy tenemos que hacer frente a las mismas objeciones que nos formulaban cuarenta años atrás».
Al otro lado del campus, David Williams, biólogo celular especializado en la visión, manifiesta otro parecer: «Hemos visto mucha ingenuidad científica en el impulso de esta tecnología. Puede que hace treinta años no supiésemos que, al introducir un gen en otro genoma, este último reacciona. Pero hoy cualquier experto sabe que un genoma no es algo estático. Los genes insertados pueden cambiar de múltiples formas y eso puede suceder generaciones más tarde». Como resultado, insiste, una planta potencialmente tóxica podría acabar burlando las pruebas de seguridad.
Williams admite que pertenece a la reducida minoría de biólogos que se cuestionan la seguridad de los cultivos transgénicos. Sin embargo, sostiene que la única razón por la que son tan pocos es que el campo de la biología molecular de plantas protege sus intereses. La financiación, gran parte de la cual procede de las multinacionales que comercian con semillas transgénicas, beneficia a quienes promueven el uso de CMG. Y denuncia que aquellos biólogos que apuntan posibles problemas sanitarios o de otro tipo asociados a los cultivos transgénicos sufren el escarnio del resto de la comunidad. Según él, semejante situación obliga a guardar silencio a muchos científicos críticos con los CMG.
Moyer, Michael
investigación y Ciencia
Goldberg, biólogo molecular de plantas de la Universidad de California en Los Ángeles, no se debate contra la psicosis. Expresa su desesperación ante la constante necesidad de afrontar lo que él ve como temores infundados sobre los riesgos de los cultivos modificados genéticamente (CMG). Lo más frustrante de todo, asegura, es que ese debate tendría que haber concluido hace décadas, cuando los investigadores presentaron una montaña de pruebas absolutorias: «Hoy tenemos que hacer frente a las mismas objeciones que nos formulaban cuarenta años atrás».
Al otro lado del campus, David Williams, biólogo celular especializado en la visión, manifiesta otro parecer: «Hemos visto mucha ingenuidad científica en el impulso de esta tecnología. Puede que hace treinta años no supiésemos que, al introducir un gen en otro genoma, este último reacciona. Pero hoy cualquier experto sabe que un genoma no es algo estático. Los genes insertados pueden cambiar de múltiples formas y eso puede suceder generaciones más tarde». Como resultado, insiste, una planta potencialmente tóxica podría acabar burlando las pruebas de seguridad.
Williams admite que pertenece a la reducida minoría de biólogos que se cuestionan la seguridad de los cultivos transgénicos. Sin embargo, sostiene que la única razón por la que son tan pocos es que el campo de la biología molecular de plantas protege sus intereses. La financiación, gran parte de la cual procede de las multinacionales que comercian con semillas transgénicas, beneficia a quienes promueven el uso de CMG. Y denuncia que aquellos biólogos que apuntan posibles problemas sanitarios o de otro tipo asociados a los cultivos transgénicos sufren el escarnio del resto de la comunidad. Según él, semejante situación obliga a guardar silencio a muchos científicos críticos con los CMG.
Moyer, Michael
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