EN LOS ÚLTIMOS tiempos se suceden las alarmas: las acciones del ser humano están haciendo tambalear los cimientos sobre los que se asienta la vida en nuestro planeta. Cada vez nos acercamos más al borde del precipicio. Con el cambio climático rampante y en plena sexta gran extinción, los insectos —tan invisibles y tan manifiestos, tan comunes y tan desconocidos— también reclaman su cuota de atención. Y no por abundancia o exceso: de acuerdo con un estudio de la Universidad de Sídney, los bichos van camino de su particular apocalipsis. Una devastación que, de alcanzar sus últimas consecuencias, podría acabar con la flora y la fauna tal y como las conocemos.
Los autores del trabajo, que se ha publicado este año en la revista Biological Conservation, son el ingeniero en biociencias belga Kris A. G. Wyckhuys y el ecólogo español Francisco Sánchez-Bayo, salmantino de Candelario. Sus resultados mueven a la inquietud: a partir de una comparativa de 73 estudios comprensivos realizados en los últimos 30 años, han llegado a la conclusión de que un 41% de los insectos de la Tierra se encuentra en declive tanto en población como en distribución, y una tercera parte está amenazada y corre peligro de extinción. “Los insectos son difíciles de ver y de medir, pero el descenso resulta más evidente si se considera su efecto en la disminución de pájaros, sobre todo en los insectívoros, y también el número decreciente de murciélagos o ranas”, explica desde Sídney este académico que se empezó a interesar por los animales de niño, fascinado por los programas de Félix Rodríguez de la Fuente.
Podría pensarse que sus predicciones resultan alarmistas: ahí siguen rondando las siempre impertinentes moscas, o las afanosas hormigas formando sus hileras, o esas recurrentes plagas de termitas y carcomas. Pero las cantidades pueden resultar engañosas: con un millón de especies descritas (y posiblemente otros seis millones más por nombrar), los insectos suman tres cuartas partes del reino animal terrestre. O, lo que es lo mismo, existen alrededor de 200 millones de insectos por cada persona que habita el planeta. De ahí que resulte complicado percibir la merma, aunque hay formas muy corrientes de hacerlo. “En un viaje en coche por Australia, me di cuenta de los pocos insectos que estallaban contra el cristal”, recuerda el ecólogo. No hace tanto, lo frecuente era tener que pasar el limpiaparabrisas de vez en cuando para deshacerse de los bichos espachurrados. Pero cada año, según el estudio, un 2,5% del total se desvanece. “Al ritmo que vamos, podrían desaparecer en 100 años. Si esto no es catastrófico, habrá que buscar otra palabra”.
A pesar de que puedan resultar molestos, incluso desagradables, los insectos componen un eslabón fundamental de la cadena de la vida. Constituyen el alimento de aves, peces y pequeños vertebrados, que a su vez dan de comer a más animales. Además, todas las especies de flores necesitan de su colaboración para polinizarse. Especialmente la de las abejas, pero también polillas, moscas, mariposas o escarabajos. “Esto afecta al 70% de los frutos y vegetales que comemos, y no se puede realizar artificialmente. Y los insectos desempeñan también un papel importante en el reciclado de materia orgánica: por ejemplo, limpian los árboles que se caen en los bosques y los rastrojos, y también los vertidos que los humanos echamos al agua”.
El declive de ciertas especies también significa que, del otro lado, habrá otras que proliferen. Sería el caso de algunas “mariposas, libélulas, moscas, mosquitos… que están más adaptados. Pero las especies que aumentan suponen solo entre el 5% y el 10%, así que no serviría para reemplazar a las que desaparecen”. Si se cumplieran los peores augurios, no solo morirían los insectos: con ellos se extinguiría la mayoría de las plantas con flores y gran cantidad de animales, y los árboles y matojos muertos se apilarían en los ríos y bosques. “Solo sobrevivirían los insectos en montañas y lugares apartados o en islas”, pronostica el experto.
El estudio apunta a cuatro causas del desastre: la destrucción de los ecosistemas, la contaminación química, los factores biológicos y el cambio climático. “La primera tiene que ver con la expansión de la agricultura intensiva, que incluye el uso de fertilizantes y pesticidas”, abunda el profesor. “También por la deforestación, la urbanización, la tala de bosques”. Como consecuencia, ya existen ríos donde apenas hay insectos. Y no solo en parajes lejanos, sino aquí mismo: en enclaves como Aznalcóllar, en Sevilla, donde en 1998 se produjo un vertido de lodos tóxicos. “La recuperación de esos ecosistemas tarda muchos años”, advierte Sánchez-Bayo. Revertir la tendencia debe pasar necesariamente por un cambio en la manera en que cultivamos los suelos. “Los insecticidas están causando mucho daño. Además, la agricultura se ha convertido en una especie de factoría. Se podrían producir los mismos alimentos sin necesidad de tantos productos químicos. Pero mientras las empresas sigan imponiéndose, no iremos a ninguna parte. Es necesario demostrar que la agricultura tradicional y la verde son rentables”.
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