En el segundo país más biodiverso del mundo, Colombia, hay un hombre que se interna en paisajes tan deslumbrantes como peligrosos para hacer frente a las motosierras con un cuaderno y sus tijeras de jardinero.
“Sí, la lucha es desigual”, concede Julio Betancur, quien lleva el inventario de lo que hubo o podría dejar de existir en los amenazados bosques colombianos.
Tiene 59 años, es biólogo, profesor universitario, coleccionista de bromelias, pero ante todo es un “bibliotecario de plantas”.
Durante tres décadas, ha recolectado casi el 4% de las 600.000 muestras disecadas que reúne el herbario más grande del país y el cuarto en Sudamérica, según el Index Herbariorum del Jardín Botánico de Nueva York.
Y lo ha hecho a pie, entre selvas y bosques, donde además de las caídas y picaduras de animales tuvo que sortear a los grupos armados que han ensangrentado durante medio siglo los campos colombianos.
En su afán por conservar la memoria verde, Betancur también ha chocado con el narcotráfico.
Oro, coca y destrucción
En sus entrevistas con la AFP, recuerda el encuentro fortuito y “un poco violento” con hombres que estaban sacando droga por la misma ruta que él recorría con sus colegas, en las sabanas del sur de Colombia.
“Sin darnos cuenta, estábamos metidos en el ojo del huracán”. Las explicaciones les salvaron la vida. En otra ocasión fueron los campesinos los que lo libraron de un campo minado. “Si no hubiera sido por ellos, las comunidades, no estaríamos contando la historia”.
Junto a la deforestación -que en Colombia está asociada principalmente a la ampliación de la frontera agrícola-, la minería ilegal y el cultivo de coca acechan la riqueza natural del país más biodiverso del planeta, después de Brasil, según Naciones Unidas.
Casi un 5% de las 169.000 hectáreas de narcocultivos está en áreas protegidas. La explotación irregular de oro, con técnicas agresivas con el ambiente, cubre 98.000 hectáreas, un territorio más extenso que Berlín.
Desde 2010 se han talado más de un millón de hectáreas, según un informe oficial.
Alejandría verde
Betancur asumió riesgos para que su país “conozca lo que alguna vez tuvo”.
Con la mochila al hombro y su sombrero de expedicionario, se adentra en la neblina del páramo de Chinganza, a 40 km de Bogotá. Va trepando por la alta montaña que abastece de agua a la capital colombiana.
Este año, en una de sus expediciones, contrajo una infección que lo obliga a usar bastón. De repente se fastidia y lo suelta para acercarse a una planta de diminutas flores amarillas. Es un “chite”, explica, una de las 12 especies de la familia hypericacea del páramo.
Corta con las tijeras la planta y la envuelve en papel periódico mojado en alcohol. En el Herbario Nacional de Colombia, donde trabaja como curador, abre la mochila. En su cuaderno anota color, tamaño, olor, coordenadas y un número que revela su colosal empresa.
Son 22.999 registros de especímenes con las siglas JB. “Cada vez que hago una muestra botánica es como escribir una página de un libro de nuestros bosques”, se emociona.
Cuando desaparezca el verde de algún lugar, alguien sabrá “qué especies habitaban allí en una época determinada y con eso reconstruir la historia natural de ese territorio”.
En sus primeras expediciones, Julio recuerda haber recorrido bosques de la Amazonía con especies que ya desaparecieron.
El Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt estima que al menos 2.100 especies de plantas están en vías de extinción por culpa de la deforestación. De las 30.000 que se han documentado en Colombia, 26% son endémicas.
El trabajo de Betancur está depositado en unas instalaciones ruinosas de la Universidad Nacional de Colombia, donde además de sus contribuciones están las de exploradores locales e internacionales.
“Este herbario”, compara Betancur, es como la “Alejandría” de las plantas, la famosa biblioteca de la Antigüedad.
El bautizo
El apartamento donde Julio Betancur vive solo tiene visos de jardín. Después de volver del terreno, se solaza en su amplio espacio con terraza, en el centro de Bogotá, donde cuida su colección de bromelias.
Esta planta tropical, que despunta en una flor de colores vivos que van del verde al rojo, es refugio y depósito de agua de animales en tiempos de sequía.
La bromelia también podría reservarle al bibliotecario de plantas un reconocimiento adicional cuando dentro de poco se retire tras décadas de caminar entre bosques.
Hace unos años, en uno de sus paseos por la sabana de Bogotá, detuvo su vehículo para observar una bromelia “rara”, que florecía en lo alto de un árbol. Subió hasta él y notó sus diferencias. La estudió en el herbario, se llevó unos “pocos individuos” y los cultivó en su terraza.
¡Eureka!, resultó ser una “especie nueva” jamás documentada. “Todavía no sé cómo llamarla, porque tengo que bautizarla”, dice uno de los hombres que más ha etiquetado plantas en Colombia.
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