CAMINO DE la cita con João Campos-Silva me encuentro una anaconda. Está muy activa, saca la cabeza del agua como si acechara una presa y me mira con sus ojos inexpresivos mientras desliza sus anillos alrededor de una rama sumergida. No es usual encontrarte una anaconda en Barcelona un miércoles a mediodía, pero he quedado con el biólogo y conservacionista brasileño en el bosque inundado de CosmoCaixa, el realista espacio del museo que reproduce la selva amazónica, y aquí hay de todo: hormigas cortadoras de hojas, capibaras, caimanes, aves tropicales, la anaconda…, y además cada 15 minutos llueve. Sin duda, Campos-Silva se va a sentir en su ambiente y es mucho más fácil encontrarlo aquí que en sus predios de investigación del río Yuruá en la Amazonia occidental, que queda como más a desmano.
Campos-Silva (Piedade, São Paulo, 1983) se ha hecho célebre por su relación con un pez gigante, el arapaima, también llamado pirarucú, a cuya preservación dedica sus esfuerzos. El arapaima (Arapaima gigas) es el segundo pez de agua dulce más grande del mundo, solo por detrás del esturión beluga (loados sean sus huevos), y en realidad es el más grande si solo consideramos a los peces fluviales escamosos. El pez de Campos-Silva, carnívoro, es una bestia imponente que supera los tres metros de largo y llega a pesar 250 kilos. Más allá de sus curiosas características —debe salir a respirar aire, el macho lleva a los alevines en la boca y hay cuidado parental—, el arapaima, cuyo crecimiento es rapidísimo, podría tener la clave de la supervivencia de la propia Amazonia y en eso se centran los trabajos del biólogo brasileño, que han merecido diversos reconocimientos, entre ellos el Premio Rolex a la Iniciativa 2019. De manera que puede parecer paradójica, el proyecto se centra no en la prohibición de pescar el arapaima, cuyas poblaciones han sido diezmadas en muchos sitios, sino en su captura sostenible.
Campos-Silva lo explica mientras paseamos por la selva de mentira sudando a raudales y después de haber observado nadar a varios peces amazónicos, entre ellos varios arapaimas, que el naturalista ha saludado con emoción. El ambiente es tan realista que casi esperas oír silbar un dardo de cerbatana o darte de bruces con un jaguar, más aún por las impagables anécdotas de su día a día en la selva que cuenta el estudioso.
“El arapaima se encuentra en una interesante encrucijada de diferentes vectores”, señala Campos-Silva, un joven cercano y simpático que luce en el antebrazo un tatuaje de paz de los indios desana. Y enumera: “La extinción global de la megafauna por la falta de espacios, la conservación de la biodiversidad y la posibilidad de mejorar la vida de las personas del entorno manteniendo la selva viva”. El arapaima, prosigue, ha sido sobreexplotado en el último siglo hasta casi abocarlo a la extinción, pero la respuesta de las comunidades indígenas, organizándose para protegerlo en su territorio, ha provocado que el pez se haya recuperado bien y sea abundante en esos lugares, en los que se vigila, “24 horas al día, siete días a la semana”, que no haya pesca ilegal ni furtiva. Hay una cuota de captura y se realiza continuamente un censo poblacional. En la época de lluvias, indica el biólogo, cuando la selva se inunda, los arapaimas pueden desplazarse a otros lugares y recolonizarlos, lo que provoca un aumento global de la especie. “Algo que de rebote beneficia a otras muchas especies”.
El pez de Campos-Silva es una bestia imponente que supera los tres metros de largo y llega a pesar 250 kilos
Campos-Silva —que pasó por Barcelona para dar un curso en la Universidad Autónoma— es muy crítico con la Administración de Bolsonaro con respecto a la Amazonia, llegó allí hace 12 años para estudiar las aves paseriformes y descubrió la importancia y las posibilidades del arapaima. Comenzó a trabajar con las comunidades indígenas del Estado brasileño de Amazonas, para las cuales el pez no solo tiene una importancia económica, sino cultural. Es un pez “muy emblemático”, recalca, incluso totémico, con una importancia grande, por ejemplo, en la cosmología de los denis, el principal grupo indígena de la zona y compuesto por más de 600 tribus. Su pesca “es muy difícil, se realiza con arpón y hay que saber la técnica, que aprenden desde niños”. ¿Es un animal peligroso? Con ese tamaño y esos dientes… “No, la mordida es grande, pero no oí nunca ningún caso de percance con humanos. Pescarlo, eso sí, es todo un desafío”. De la pesca, las comunidades sacan un beneficio que revierte en su calidad de vida y en la propia preservación del pez. “Gracias al pez y los ingresos que aporta, están pudiéndose llevar casos de cáncer e infartos a la capital, Manaos, y se salvan vidas”.
¿Es bueno el arapaima, gastronómicamente hablando? “Su carne es muy buena, firme, blanca-rosada, sin espinas. Tiene un sabor algo diferente al pescado típico. El arapaima salado se parece al bacalao, pero fresco no. Fuera de la Amazonia no es muy común comerlo, pero estamos intentando exportarlo ahora no solo al resto de Brasil, sino a otros países”. El precio es de 1,50 euros el kilo, al menos en origen. “Si queremos garantizar la conservación de la selva, hay que vender más arapaima y a mejor precio; la explotación actual es pequeña, un 25% de la posible”. En estos momentos hay 2.500 personas protegiendo más de 3.000 lugares con población de arapaimas. La carne no es lo único que se explota del pez. “Su piel, fuerte y flexible, es muy valiosa, se usa para hacer botas. Intentamos crear un mercado”.
Sobre la posible contradicción de pescar el arapaima para salvarlo, Campos-Silva dice que no es tal y trae a colación el dicho “Use it or lose it”, o lo usas o lo pierdes. El biólogo, que también cree que prohibir la caza en la Amazonia es “como ponerse un velo ante los ojos para no ver la realidad de las necesidades de las comunidades indígenas”, reconoce que en varios de estos asuntos tienen conflictos con los conservacionistas y animalistas más radicales. “Para ellos, la conservación es algo al final del camino, para nosotros es el camino. Los proyectos y políticas de conservación han de tener sentido para las comunidades que viven en la Amazonia, ellos tienen que percibir que la conservación mejora sus vidas. El mayor desafío es conciliar la conservación de la biodiversidad con el bienestar de las poblaciones”.
La pesca del arapaima, según Campos-Silva, aporta muchos beneficios sociales, algunos inesperados, como la contribución, dice, a la igualdad de género. “Ahora, con los proyectos de pesca, las mujeres tienen una función específica en el manejo del pescado y reciben una renta, lo que cambia el sistema patriarcal que ha prevalecido en la Amazonia. Además, crece la autoestima de las comunidades, tradicionalmente olvidadas por el Gobierno y que pasan a sentirse autónomas”. De momento son ya 500 las comunidades que han entrado en el proyecto, en un área de 1.600 kilómetros cuadrados.
Al preguntarle por la aventura personal de estar continuamente en la selva, el biólogo revela un tesoro de experiencias sensacionales. ¿Hay jaguares? “Sí, pero más en tierra firme que en las áreas inundadas. Mayor peligro significa el caimán negro, los hay hasta de cinco metros y se producen accidentes. Una vez iba con un compañero en un bote inflable y nos atacó uno de tamaño mediano, cuatro metros; reventó el bote y tuvimos que ir hasta la orilla nadando. Afortunadamente, no nos persiguió”. Vaya, ¿y serpientes? “A un amigo le mordió una cuando estábamos en medio de la selva. Lo llevé en hombros cerca de una hora hasta llegar a un punto donde pudimos meterlo en una lancha en el río y, después de 10 horas, llegar a la ciudad. Casi perdió la pierna”. La serpiente, detalla, era una surucucú, una víbora peligrosísima. “La vimos bien porque cuando le picó, mi amigo la mató con el machete. Fue horrible, quedó paralizado, gemía de dolor y le sangraban las encías. Pensé que se moriría. Se recuperó bien, pero ahora al caminar siempre mira al suelo”.
En cuanto a las pirañas, explica que el arapaima desarrolló las escamas precisamente para protegerse de ellas. Dice que mucho de lo que se explica de las pirañas es cierto. Él ha visto a un banco de esos peces comerse a un perro al atravesar un río. “Fue tremendo, el perro aullaba y el agua a su alrededor burbujeaba roja de sangre. Hay muchos accidentes con las pirañas”. Se señala el pie izquierdo. “A mí mismo me mordió una y me comió un trozo de dedo, un corte limpio como de una tijera”. ¡Demonios!, ¿le dolió?, pregunto mientras sopeso si habremos adquirido suficiente confianza para pedirle que se quite el zapato y me deje ver. “Horrible, y no dejaba de sangrar; pero me puse el mejor cicatrizante que existe: grasa de anaconda…”.
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