31 de marzo de 2021

Resucitemos al ‘Homo sapiens’ para sobrevivir a la pandemia, al cambio climático y al futuro

 Si algo nos está enseñando este coronavirus en su expansión mundial es que somos mortales, pequeños, y muy poco necesarios para el mundo natural. Este respira más libre y tranquilo sin nosotros, expandiéndose sin preocupaciones hasta casi ocultarnos durante los distintos confinamientos interplanetarios. 

Lo que nos está dando este ínfimo y peligrosísimo virus es conciencia, conciencia de finitud. Nos resitúa como especie en la casilla de salida de la que nunca debimos salir, la primitiva y arcaica situación de ser un ser vivo más, sin mayor o menor importancia que otros.

Esta inmensa y desagradable sensación de descubrir de golpe que por más que nos parapetemos bajo nuestra supuesta supremacía tecnológica sobre el medio, de nuestra inteligencia real y artificial, no somos más que seres vulnerables e insignificantes ha golpeado de pronto nuestros cimientos, nuestra base epistemológica, nuestra forma de ser y estar en el mundo.

La soberbia con que algunos gobiernos e instituciones han minimizado el cálculo de las consecuencias de la pandemia está siendo devastadora. Los ciudadanos globales, más conectados que nunca, contemplan impasibles el avance del virus oscilando entre ser Homo digitalis, pensantes e informados, u Homos absortusen contenidos multimedia más o menos banales que se mueven incesantes y a la carta en sus pantallas.

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Un momento idóneo para el cambio

Ahora más que nunca, debemos repensar nuestra posición en el mundo y actuar en consecuencia. Cambiarlo es posible no solo reforzando nuestra ideología o nuestra solidaridad, sino imponiendo un nuevo modelo de sociedad global, desde la igualdad, el equilibrio, la sostenibilidad y el respeto (y no desde la superioridad explotadora del planeta y su diversidad como venimos haciendo desde la primera revolución industrial). 

Es dar el paso o correr el riesgo de extinguirnos como especie. Es volver a ser cavernícolas sapiens sapiens que en medio de la era glacial fueron capaces de sobrevivir a sus contemporáneos neandertales con su espíritu colaborativo, uniendo poblaciones y conocimientos y huyendo del aislacionismo de estos últimos.

Cómo lo conseguiremos es cosa de todos. El camino no será fácil, pero será o no será, no hay vuelta atrás. En ese cambio interplanetario la acción ha de pasar a la sociedad civil, solo el peso de la mayoría logrará cambiar las estructuras inoperantes y las oligarquías de poder para convertirlas en algo productivo y sostenible al mismo tiempo.

Los millennials de hoy, que serán la sociedad del futuro, han tomado nota: la tecnología está a nuestro servicio, para usarla, no para dejar que unos pocos controlen nuestras vidas. Porque, ¿cómo vamos a estar dispuestos a ceder un poco de privacidad en, por ejemplo, las aplicaciones covid-19, si estamos contemplando el inefable uso que los pocos proveedores mundiales de tecnología hacen de ella? 

Si las redes sociales están controladas por un puñado de grandes empresas y solo China posee el control, no ya sobre sus súbditos, sino sobre las reservas mundiales de los minerales que hacen posible todos nuestros dispositivos inteligentes, ¿cómo vamos a dejar en sus manos prácticamente nuestras vidas? ¿No se asemeja eso al mundo que vaticinó Orson Wells en su mítico 1984?

Mientras los europeos contemplan la incapacidad de la UE para dar una respuesta unitaria y conjunta a la crisis desatada y para diseñar protocolos de actuación comunes que frenen el imparable avance del virus, los norteamericanos empiezan a pensar que su innegable sueño americano no es más que un espejismo para la gran mayoría de sus ciudadanos, no ya para el lejano y ajeno Tercer Mundo. 

El tablero geopolítico del mundo se mueve imprevisiblemente del oeste al este del globo. La desigualdad norte-sur, puramente estructural, de regímenes de toda índole y condición queda al descubierto. Es entonces cuando las democracias se tambalean y los países se refugian en sus propios sistemas, atrincherados tras sus fronteras.

En una palabra, estamos replegándonos ante un enemigo invisible en vez de aprovechar la oportunidad que nos ofrece la coyuntura de la pandemia para el diálogo y para hacer por cambiar el actual status quo global, llevándolo hacia derroteros más democráticos y participativos

La revolución pensante

La sociedad civil de hoy ha de hacerse oír y en eso, el papel de las universidades como representantes del conocimiento mundial, es clave. Los pensadores han de hablar. No se trata ya de dar un golpe en la mesa, ni de hacer revoluciones a la antigua usanza, sino de hacer una única revolución, una revolución silenciosa: la revolución pensante.

Ha quedado patente que el conocimiento científico no es suficiente, que la supremacía tecnológica por sí sola no basta para parar la pandemia. También ha quedado claro que la clase política no está, por regla general, a la altura del cocimiento que su sociedad posee y que, salvo excepciones, las medidas de contención son medidas más políticas que sociales. Medidas más centradas casi siempre en el cortoplacismo de sus propias miras políticas de futuro que en el largoplacismo que la situación exige; porque nos estamos jugando la vida, no ya la nuestra, sino la de nuestra propia especie.

Es hora de devolver al César lo que es del César, solo que esta vez no de otorgárselo al Gran Dictador –porte este la bandera que porte–, sino de devolver al pueblo lo que le pertenece, el gobierno de sus vidas, el buen gobierno, en el más puro sentido aristotélico. 

La utopía de una sociedad más justa y equilibrada, que anteponga la ética de la responsabilidad y que contenga el peligro de la tecnociencia y la biotecnología en manos de unas pocas empresas e industrias y unos pocos políticos incapaces de alcanzar un equilibrio y mucho menos un gobierno mundial, está aquí, al alcance de nuestras manos.

Nunca antes una experiencia ha sacudido el mundo a escala planetaria de forma tan interconectada. La covid-19 nos ofrece una oportunidad única de cambiar el mundo, en la que los científicos estamos llamados a ser impulsores. Es hora de abandonar las aulas y de saltar al césped del terreno de juego. En ese asalto silencioso al poder que nos lleve a todos a la reflexión de una revolución silenciosa plausible, las universidades, las instituciones de investigación y todos los científicos tenemos un papel que jugar y en especial las disciplinas humanísticas, que han de actuar como repulsivos y como árbitros.

Resucitar al Homo sapiens sapiens

La filosofía y la ética de la ciencia, el derecho, la historia y las ciencias sociales, entre las que la antropología ocupa el privilegiado papel de acercar el entendimiento del otro gracias a su método etnográfico en el análisis de la realidad social y su significación contextualizada, han de actuar como los motores y frenos de una nueva sociedad global que ahora está sumida en el caos metafísico de no encontrar su sitio, tras el shock en el que el virus la ha colocado.

¿Seremos capaces de revertir la situación a un escenario más favorecedor más allá de esta pandemia, más allá de la próxima vacuna, más allá de la próxima pandemia, del capitalismo salvaje o del cambio climático que va a modificar el planeta y va a obligar a movimientos migratorios sin parangón hasta la fecha? 

¿Seremos los adultos humanos capaces de insuflar el suficiente espíritu de combate y el suficiente empuje a las próximas generaciones para que abandonen su absorta y contemplativa vida detrás de las pantallas y se alíen con otros y otros y otros para crear verdaderas redes que impulsen el cambio en un plano de colaboración y de verdadera igualdad civil?

Soy optimista, el espíritu del mayo del 68 llevó a la actual conciencia ecológica de los más pequeños. Si esta conciencia, que ya existía en la mayoría de los pueblos originarios de la Tierra, es hoy un hecho y nuestros occidentales hijos y nietos la tienen ya interiorizada, ¿por qué no vamos a pensar que la covid-19 y el durísimo confinamiento que la mayoría de niños y jóvenes occidentales ha experimentado no ha dejado poso?

Son ellos, empujados por nosotros, el mundo del mañana-mañana, pero esta vez, no librarán una guerra de supervivencia como en Mad Max ni en un mundo orwelliano, sino su propio y nuevo ecosistema. Son ellos, como sus antepasados más remotos, los que dejarán de ser Homo absortus y volverán a ser Homo sapiens sapiens, y de este modo, la especie, continuará poblando la Tierra. De no ser así, todos corremos el riesgo de convertirnos en neandertales y sucumbir tarde o temprano a nuestra propia soberbia.


La versión original de este artículo aparece en la Revista Telos, de Fundación Telefónica.

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