27 de mayo de 2021

La energía nuclear, diez años después de Fukushima

 Han transcurrido diez años desde que un catastrófico terremoto y el consecuente tsunami dañaran la central nuclear japonesa de Fukushima Daiichi y provocaran el peor accidente nuclear desde el de Chernóbil, acaecido en 1986. El desastre de Fukushima golpeó en un momento de renovada esperanza e infundado optimismo sobre una nueva oleada de tecnología nuclear y la labor que esta podría desempeñar en un futuro con bajas emisiones de carbono. Pero el accidente condujo a una racionalización del gasto, la cual ha tenido lugar en medio de una preocupación creciente sobre las vulnerabilidades técnicas, institucionales y culturales de las instalaciones nucleares, así como sobre la falibilidad humana en lo concerniente al diseño, la gestión y el funcionamiento de sistemas tan complejos. Un decenio después, cuando la crisis climática parece cada vez más cercana, estos serios interrogantes aún persisten.

No pocos académicos sostienen que la energía nuclear constituye una opción inevitable para limitar el calentamiento global. Sin embargo, dadas las preocupaciones ambientales y sociales, otros se muestran más circunspectos o continúan oponiéndose. En su informe especial de 2018, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) reconoció el posible papel de la energía nuclear para atajar el aumento de las temperaturas globales. Sin embargo, también destacó la importancia que tendrá su aceptación pública a la hora de impulsar o frenar las inversiones.

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La seguridad y el coste suelen señalarse como los principales retos de la industria nuclear. Los nuevos reactores están abordando estas cuestiones, pero es posible que no sean comercialmente viables hasta mediados de siglo, un plazo que podría dejarlos obsoletos a medida que otras alternativas, como la energía solar y la eólica (junto con el almacenamiento), consolidan su dominio.

Desde nuestra perspectiva, existe un problema aún mayor: la forma opaca, cerrada en sí misma y poco equitativa en la que, desde hace largo tiempo, el sector nuclear ha venido tomando las decisiones técnicas y políticas. Por tanto, creemos necesario plantear dos preguntas clave sobre su futuro. En primer lugar, ¿puede y podrá el sector superar la desaprobación de la opinión pública? Y en segundo, ¿compensan sus beneficios los riesgos y el coste para la sociedad y el entorno?

Para poder avanzar, la industria nuclear deberá afrontar estas cuestiones. Ello requerirá un cambio fundamental de perspectiva y un giro hacia iniciativas más inclusivas, transparentes, responsables y con visión de futuro.

Cómo hemos llegado hasta aquí

Durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la expansión de la energía nuclear se antojaba imparable. Los responsables políticos y los promotores vaticinaron que llegaría a ser «tan barata que sería imposible facturarla». Sin embargo, durante los años ochenta y noventa, las inversiones se redujeron de manera notable. El creciente sentimiento antinuclear, alimentado por los accidentes de Three Mile Island (1979) y Chernóbil (1986), sumado a un aumento en los costes de construcción y a una pérdida de las subvenciones estatales, condujo a un período de estancamiento.

Las proyecciones realizadas en los años setenta por el Organismo Internacional de la Energía Atómica calculaban que, en 1990, las instalaciones nucleares producirían 430 gigavatios (GW) de electricidad, o el 12 por ciento de la capacidad mundial de generación eléctrica. Y que, en el año 2000, esa cifra ascendería a entre 740 y 1075 GW, o el 15 por ciento de la capacidad generadora. En 1999, sin embargo, el sector solo había llegado a un tercio de esa cifra, con 308,6 GW de capacidad. A finales del siglo XX, las expectativas mundiales de un renacimiento nuclear comenzaron a crecer, y hacia 2010 la construcción de nuevas centrales había repuntado.

Entonces ocurrió el accidente de Fukushima. Junto con otros factores económicos y políticos, la catástrofe impulsó el desmantelamiento del complejo nuclear en varios países. Cuatro meses después del accidente, el Parlamento alemán aprobó el apagón nuclear del país para 2022. En la misma línea, el Gobierno suizo instó a la retirada de los cinco reactores de la nación. En Japón, de los 54 reactores que estaban operativos en el momento del desastre, 12 se clausuraron de manera definitiva y, al menos por ahora, 24 siguen cerrados.

En Estados Unidos, la Comisión Reguladora Nuclear revisó el funcionamiento de las centrales nucleares del país. La evaluación suscitó preocupaciones en materia de seguridad, si bien la nación mantiene su compromiso con la energía nuclear. Al mismo tiempo, otros países reanudaron sus programas nucleares o dieron los primeros pasos hacia su implantación.

Hoy se están construyendo unos 50 reactores nucleares en 16 países. China encabeza la lista con 16 centrales en desarrollo, seguida de la India y Corea del Sur. Según el Informe sobre el Estado Mundial de la Industria Nuclear (WNISR, por sus siglas en inglés), a finales de febrero de 2021 había 414 reactores en funcionamiento en 32 países, los cuales proporcionaban el 10,3 por ciento del suministro eléctrico mundial. En términos globales, la energía nuclear continúa su crecimiento, aunque no sin dificultades. El WNISR, por ejemplo, retrata una industria en buena parte estancada.

Mientras tanto, muchos describen la energía nuclear como una parte ineludible de la solución al cambio climático. El desarrollo de nuevas tecnologías constituye uno de los pilares de este argumento. Los reactores modulares pequeños, por ejemplo, producen menos de 300 MW por unidad, lo suficiente para abastecer a unos 200.000 hogares de un país como Estados Unidos. Pero su tamaño reduce el riesgo de accidentes, al tiempo que permite estandarizar el diseño y abaratar potencialmente los costes.

En Estados Unidos, algunos reactores de este tipo se están acercando a su viabilidad comercial. En 2020, el modelo de la empresa NuScale se convirtió en el primero en recibir la aprobación una vez completada la evaluación de seguridad, y se prevé que su primera planta entre en funcionamiento en 2030 en Idaho. Otras empresas trabajan en una nueva generación de reactores más eficientes y seguros, conocidos como reactores de genera­ciónIV. Con todo, su comercialización se antoja más lejana aún.

Compromiso social

Todos estos desarrollos son interesantes. Sin embargo, gran parte del apoyo a la energía nuclear se centra casi exclusivamente en sus características tecnoeconómicas, mientras que se resta importancia a cuestiones morales y éticas que permanecen sin resolver. A menudo, sus defensores pasan por alto las desigualdades originadas por el modo en que los beneficios y los riesgos de esta tecnología se reparten a escala local, regional y mundial. Y, de igual manera, tampoco suelen considerar quién se queda fuera del proceso de toma de decisiones sobre qué construir, ni quién se verá más afectado por los problemas que pudieran aparecer.

Por ejemplo, casi tres cuartas partes de la producción mundial de uranio proceden de minas situadas en comunidades indígenas o en sus inmediaciones, como sucede en Estados Unidos o Australia. Estas minas, abandonadas después de su explotación, han contaminado tierras y pueblos y han transformado los modos de vida tradicionales. Los residuos nucleares también deberán hacer frente a problemas parecidos, ya que es probable que los depósitos a largo plazo acaben ubicados lejos de las comunidades que tradicionalmente más se han beneficiado de la producción de electricidad nuclear. La industria suele presentar el problema de los residuos como uno con soluciones técnicas conocidas. Sin embargo, la cuestión de exactamente dónde y cómo serán almacenados los residuos sigue generando grandes controversias.

En marcado contraste, los «nuevos acuerdos verdes» propuestos en diversos países aspiran de manera explícita a la redistribución de la riqueza, la justicia social y la equidad medioambiental. En Estados Unidos y otros lugares en los que se han suscitado estos debates, el apoyo público a la energía nuclear es tibio.

El sector nuclear ha fracasado una y otra vez a la hora de responder de manera contundente a las inquietudes de la sociedad. Este fracaso se remonta a los años sesenta y setenta. En aquella época, los estudios psicológicos describían al público como afectivo, irracional y con tendencia a ignorar las probabilidades a la hora de evaluar los riesgos. Como consecuencia, la industria nuclear debería elegir entre dos posibilidades: bien adaptar sus diseños a la percepción pública del riesgo, o bien educar a la sociedad.

La industria se decantó por la segunda opción. Pero, por lo general, solo intentó conectar con el público en las etapas finales del proceso de regulación, centrándose en difundir su propia percepción del riesgo. Esta emana de una ecuación que multiplica la probabilidad de que ocurra un desastre por sus consecuencias. Pero, a menudo, se evita o se excluye la perspectiva del público. Por ejemplo, muchas personas están dispuestas a aceptar riesgos voluntarios o habituales (como volar, fumar o conducir un automóvil), pero son refractarias a aquellos riesgos desconocidos y sobre los que no tienen ningún control. En el caso de las actividades que conllevan un riesgo involuntario, la mayoría de las personas tienden a quitar peso a las probabilidades y, para sentirse cómodas, exigen mayores niveles de seguridad y de protección.

La estrategia de compromiso con la sociedad adoptada por la industria nuclear ha derivado en una división antagónica entre expertos y opinión pública. Fukushima, por ejemplo, dejó una marca innegable en la psique colectiva. Sin embargo, la industria ha restado importancia a la catástrofe basándose en que el accidente no causó ni una sola víctima mortal directa. No obstante, los trastornos provocados en el modo de vida, en los vínculos sociales y en los ecosistemas han sido importantes. Se calcula que en su momento fue necesario desplazar a 165.000 personas. Y que, una década después, 43.000 individuos siguen sin poder regresar a su lugar de origen. Las evaluaciones del riesgo realizadas por la industria plasman las repercusiones económicas de esta situación, pero fallan en lo referente a los daños colaterales causados en la vida de las personas y en el entorno, los cuales resultan más difíciles de cuantificar.

Desde la minería del uranio hasta la gestión de los residuos, creemos necesario un compromiso auténtico con la ciudadanía cuyo objetivo radique en escuchar, no en convencer.

Manifestación antinuclear celebrada en Ámsterdam el 16 de abril de 2011, pocas semanas después del accidente de Fukushima. [GETTY IMAGES/VLIET/ISTOCK]
Manifestación antinuclear celebrada en Ámsterdam el 16 de abril de 2011, pocas semanas después del accidente de Fukushima. [GETTY IMAGES/VLIET/ISTOCK]


Diferentes vías

Por supuesto, los problemas derivados de las desigualdades en las cargas ambientales y sociales no son exclusivos del sector nuclear. La extracción de litio destinado a tecnologías renovables y el reciclaje de productos electrónicos, por ejemplo, plantean cuestiones similares. Sin embargo, otras industrias han sabido conectar mejor con la sociedad, y otros ámbitos de la ingeniería han virado hacia diseños más centrados en las personas. Los fabricantes de placas solares, por ejemplo, se han volcado en las necesidades reales del usuario final. Este enfoque ha propiciado el diseño de paneles solares semitransparentes que permiten a los agricultores cultivar bajo ellos, lo que ha dado lugar al nuevo campo de la energía «agrovoltaica».

La industria nuclear se enfrenta a una barrera particular a la hora de democratizar su tecnología. Los grandes reactores nucleares no se adaptan a los modelos colectivos que están prosperando en el ámbito de algunas energías renovables. Con todo, sí se vislumbran indicios de pensamiento creativo. Por ejemplo, el Centro Nacional de Innovación de Reactores de Estados Unidos, fundado en 2019, ha comenzado a investigar la manera en que perciben el riesgo las comunidades locales en las que podrían ubicarse los reactores avanzados.

Las nuevas generaciones de ingenieros, así como varias empresas emergentes financiadas por la Oficina de Energía Nuclear del Departamento de Energía de Estados Unidos, han comenzado a explorar qué clase de reactores podrían ganarse el apoyo de la opinión pública. Con el accidente de Fukushima en mente, este planteamiento ha impulsado una reflexión más creativa sobre la seguridad y los riesgos. Y algunos diseñadores aseguran haber concebido reactores que no podrían sufrir una fusión del núcleo ni liberar grandes cantidades de radiactividad.

No estamos defendiendo que sea el público quien diseñe los reactores nucleares. Sin embargo, sí creemos que la manera en que el público percibe el riesgo debería tenerse en cuenta en las primeras fases del proceso de diseño, así como a la hora de tomar decisiones relativas a la gestión de emergencias y a la actuación e improvisación humanas. Y, por supuesto, la sociedad debería tener voz a la hora de decidir sobre la implantación de nuevos reactores y, llegado el caso, dónde y cómo ubicarlos.

Un futuro inclusivo

La falta histórica de un verdadero compromiso con la sociedad también ha conducido a la «captura regulatoria»: el uso de medios gubernamentales para favorecer los intereses de la industria. Es un error muy extendido pensar que tales prácticas solo imperan en países en desarrollo y con instituciones débiles. Esto es falso. En mayor o menor grado, se hallan presentes en casi todos los sitios.

Por ejemplo, la captura regulatoria por parte de la industria nuclear de la entonces Autoridad de Seguridad Nuclear japonesa está ampliamente considerada como una causa institucional del accidente de Fukushima. Incluso en los Emiratos Árabes Unidos, presentados a menudo por la industria nuclear como un modelo de libro, la entidad privada que desarrolló el plan estratégico para comercializar la energía nuclear asesora al regulador del país, lo que supone un claro conflicto de intereses.

Varios países con una industria nuclear asentada, como Estados Unidos, China y Rusia, se están posicionando como proveedores mundiales de tecnología nuclear. El impulso para implantar programas nucleares en países con una gobernanza frágil, como Nigeria, Vietnam o Arabia Saudí, debería tratarse con cautela. No estamos cuestionando su derecho a producir energía nuclear, sino preguntándonos si se encuentran preparados para ello. Quienes abogan por el desarrollo nuclear en dichos países deberían también ofrecer su apoyo para ayudarles a erigir las instituciones necesarias, no limitarse a los contratos de venta de tecnología. Por desgracia, el fortalecimiento regulatorio recibe escasa atención y recursos.

En numerosos casos en todo el mundo, las decisiones para instaurar programas nucleares son tomadas por un pequeño círculo político y sin llevar a cabo una evaluación real de las necesidades del país, sin entender cómo encaja la energía nuclear en la política energética nacional o sin tener en cuenta la percepción pública sobre esta tecnología y sus riesgos. Por lo general, las distintas empresas han dado por hecho que los nuevos países compradores tendrán poco interés en el proceso de diseño y desarrollo, o que, llegado caso, tendrán poco que aportar. Eso hace que la adopción de la energía nuclear parezca forzada y estimulada por el afán de beneficios de la industria, no porque constituya un componente orgánico de una respuesta colectiva a un problema social como el cambio climático.

Si queremos que la energía nuclear desempeñe un papel significativo en el proceso de descarbonización, será necesario poner encima de la mesa las cuestiones relativas al diseño, desarrollo y regulación que hasta ahora han quedado olvidadas.


Este artículo apareció publicado en línea en la sección de Actualidad Científica el 6 de mayo de 2021.

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