23 de diciembre de 2021

Sobre los alimentos de kilómetro 0

 

GETTY IMAGES/MARCO_DE_BENEDICTIS/ISTOCK

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En El señor de los anillos, John R.R.Tolkien describe La Comarca como un amable lugar en el que los hobbits viven de lo que les da la tierra: cereales, frutas, madera, productos ganaderos e incluso hierba para cebar la pipa de fumar, uno de sus placeres favoritos. Los sistemas autosuficientes nos resultan seductores. En la actualidad, el modelo de producción local va acumulando seguidores por los beneficios ambientales, sociales y estratégicos que comporta. Sin embargo, no todo son ventajas. En La Comarca hay alternancias entre períodos fríos y calurosos, y húmedos y secos. Durante parte del año no pueden cultivarse ciertos productos, como frutas y hortalizas. Y no existen los cultivos subtropicales: los hobbits desconocen los plátanos y las chirimoyas. Es posible que sufran avitaminosis y se harten de una dieta seguramente bastante monótona.

Alimentarse en exclusiva de productos locales no parece, pues, tan fácil. Tampoco acaba de quedar claro qué significa local: ¿un kilómetro entre los huertos y nuestra cocina? ¿Cien? Se ha demostrado que menos de un tercio de la población mundial puede abastecerse de alimentos producidos en ese radio; la mayoría se alimenta de los cultivados a más de mil kilómetros. La localidad también se mide según el número de intermediarios que hay entre el granjero y el consumidor. Cuando no hay ninguno, se asegura una producción más «natural» y tradicional de los alimentos, uno de los puntos fuertes del modelo local.

Pero ¿hasta qué punto están garantizadas las bonanzas ambientales y las propiedades saludables de los productos locales? Si por local entendemos nacional, hay países de mediano tamaño, como el nuestro, en los que casi puede cultivarse cualquier alimento. Pero otras regiones no lo tienen tan fácil y han de superar importantes obstáculos naturales. En los países centroeuropeos los invernaderos permiten mantener temperaturas de producción adecuadas. Sin embargo, su huella de carbono es mayor que la que resulta de importar hortalizas del sur de Europa. Arabia Saudí, en su afán autárquico, intentó integrar su producción láctea. Cultivó alfalfa en el desierto para alimentar a las vacas, que debían refrigerarse para soportar temperaturas de más de 50 grados centígrados. El coste energético de ese modelo local era enorme, solo soportado por el petróleo barato del país. A los pocos años los acuíferos se agotaron y ahora la alfalfa y otras materias primas llegan desde lugares como Arizona.

En la otra cara de la moneda tenemos el consumo global, que nace de la ineficiencia económica de los modelos locales. Una forma de mejorar la rentabilidad es especializar la producción. Se buscan los lugares donde las condiciones ambientales son las más propicias para cada producto, se cultivan de forma masiva para reducir los costes y cada vez menos agentes concentran un negocio que tiende a dispersarse.

¿Por qué nos planteamos retomar lo local? Porque las soluciones aportadas por el modelo global, por su propia dinámica interna, se han deformado hasta el ridículo. Si lo local es vulnerable, no lo es menos un país que se dedica a cultivar únicamente soja o plátanos. Puede que, desde un punto de vista energético, sea más eficiente producir ciertos productos en un lugar y después llevarlos a la otra punta del globo. Pero ese esquema encierra paradojas poco sostenibles, como que, en octubre de 2021, España importara 181 toneladas de manzanas de Alemania y exportara otras 415 al mismo país. O que una manzana producida a un kilómetro de nuestra casa sea más cara que una procedente de Chile.

Pero el verdadero talón de Aquiles del modelo global es la pérdida de la calidad de los alimentos. Para que estos soporten viajes tan largos no pueden cosecharse en el punto óptimo de maduración y necesitan aditivos, empaquetamiento y transporte refrigerado. En el fondo sabemos poco de lo que llega a nuestro estómago. Un ejemplo son los helados y otros productos que contienen óxido de etileno, un plaguicida cancerígeno prohibido en la Unión Europea pero no en los países de origen. O el caso extremo citado por Brian Halweil, del Instituto Worldwatch, en su obra Eat here: en la etiqueta de un zumo de naranja podemos leer que está hecho a base de concentrado procedente de Alemania, Austria, Italia, Hungría, Argentina, Chile, Turquía, Brasil, China y EE.UU.

En general, los estudios coinciden en los beneficios sociales y saludables del modelo de producción local. Sin embargo, no hay tanto consenso sobre sus bondades económicas y ambientales. En mi opinión, una transición hacia lo local es necesaria, ya que no solo comporta los beneficios mencionados, sino también otros comunitarios o nacionales, como la conservación de un sector tan estratégico como el alimentario. No obstante, no podemos prescindir por completo del modelo global. La gran mayoría de la población habita en ciudades grandes y densas, lo que dificulta seriamente vivir de lo que da el campo de al lado. La producción de comida depende de abonos y otros insumos asociados, en última instancia, al consumo de combustibles fósiles. Una verdadera transición requeriría independizarse de ellos, pero no todo el mundo está dispuesto a pagar más por los alimentos. Nuestras decisiones como consumidores ayudarán a ese cambio, aunque nunca fue fácil salir de la zona de confort.

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