1 de septiembre de 2022

Lecciones para el Homo urbanus

 Lo que usted y yo vamos a comer en los próximos días aún no ha llegado a la ciudad, y puede que ni siquiera al país. Este dato, que hasta hace poco no era sino una curiosidad que nos animaba a descubrir el camino que recorren los alimentos hasta nuestras mesas, ahora nos genera inquietud o incluso temor. La pandemia y la guerra en Ucrania, que ha exacerbado la crisis energética, nos recuerdan que los alimentos vienen de lugares lejanos, y que su producción y transporte requieren mucha energía, la cual debe ser barata para que todo funcione. Eso hace de Ciudades hambrientas una obra plenamente actual, cuyas páginas ya no se leen desde la cómoda presunción de que esas cuestiones no nos afectan: a la vista de los estantes vacíos de los supermercados, examinamos la obra con cuidado, explorando las referencias que aporta la autora como si de un manual de supervivencia se tratase, buscando explicaciones y tratando de completar un puzle que tenía más piezas de las previstas. Y el título del libro también resulta bastante adecuado, puesto que las ciudades «engullen» más de tres cuartas partes de los recursos de la Tierra.


En mi frase inicial, he asumido que usted vive en una ciudad. Es lo más normal, sobre todo si se halla en uno de los países que llamamos desarrollados (en Europa, el 75 por ciento de la población es urbana). Los habitantes de esos lugares abandonaron el campo hace tiempo en busca de comodidades y, precisamente, de un flujo de alimentos previsible, a salvo de cosechas fallidas y otras inclemencias. El Homo se hizo urbanus, un término acuñado por Jeremy Rifkin en 2007, cuando se alcanzó un hito histórico: por primera vez, más de la mitad de la humanidad estaba viviendo en grandes zonas urbanas con al menos 10 millones de habitantes. Esta tendencia se ha consolidado y se espera que, en 2050, dos tercios de la población mundial habiten en las ciudades. Eso convierte a las urbes en una especie de grandes estómagos, cuyo diseño es uno de los principales temas que trata la autora. Y es que Carolyn Steel, arquitecta además de escritora, adapta su discurso para explicar el modo en que la recepción de los alimentos y la expulsión de los residuos han condicionado la estructura de nuestras ciudades.

El libro sigue la travesía que recorre la comida, desde sus lugares de producción hasta los mercados y supermercados, para llegar a la cocina y, por último, al plato que vemos en la mesa. Y luego explora el tramo final del recorrido, tapándose la nariz para mostrar que la comida, o lo que queda de ella, aún debe encontrar una salida digna. Las redes de saneamiento y los vertederos, sin ser la mejor solución, han servido hasta ahora para que las ciudades no se ahoguen en sus propias inmundicias. El texto concluye repasando las utopías de distintos visionarios, que demuestran que no existe la fórmula perfecta.

La visión histórica que permea la obra nos ayuda a comprender cómo ha evolucionado la compleja tarea de alimentar a las ciudades. La eficiencia económica se ha ido imponiendo hasta llegar a su máxima expresión, permitiendo que la industria alimentaria nos suministre aquello que nuestros antepasados siempre anhelaron: comi­da barata y abundante. Todo el negocio alimentario está en manos de cárteles transnacionales que persiguen un único fin: maximizar sus beneficios. Así, si algo se produce y transporta es porque hay consumidores dispuestos a pagar por ello. Este peculiar mercado puede proporcionar, a las once de la noche de un día de diario, salmón ahumado de Noruega y arándanos cultivados en un entorno semiárido, si hay alguien que pague lo suficiente; en cambio, crea desiertos alimentarios allí donde abunda la población con bajo poder adquisitivo. La meta de este negocio no es cubrir nuestras necesidades alimentarias y lograr que comamos de forma sana y equilibrada, sino ser rentable. Si los alimentos saludables generan beneficios, entonces el sistema los proveerá.


La autora pretende que seamos conscientes de los numerosos e insospechados vericuetos que supone alimentar a la población mundial en el contexto de la globalización. La deriva de esta forma de entender la eficiencia «ha vuelto infinitamente más complejo aquello mismo que prometía más fácil: alimentar a las ciudades». La propia agricultura se está tornando irrelevante en el sector agroalimentario, lo que recuerda a una frase épica de Una noche en la ópera, cuando Groucho Marx le espeta a la señora Claypool: «Sus ojos, su garganta, sus labios, todo cuanto hay en usted me recuerda a usted, excepto usted». No menos esperpénticos resultan algunos de los hechos que rodean todo este negocio de la alimentación. Solo citaré aquí algunos, que podrían resultar graciosos si no fuese porque, en el fondo, lo que está en juego es nuestra seguridad alimentaria, un eufemismo de términos mucho más duros, como desabastecimiento o racionamiento.

Uno de los efectos colaterales de este mecanismo tan eficiente es la enorme simplificación de nuestras dietas. Pese a la sensación de esplendor y variedad que ofrecen los coloridos estantes de los supermercados, casi todo procede de unos pocos monocultivos que copan la superficie agrícola. Uno de ellos es el plátano, y en concreto la variedad Cavendish. Esta reemplazó a la Gros Michel, que constituía la principal reserva de plátano comercial hasta que un hongo acabó con ella. En un remoto bosque de la India se encontró el antecedente silvestre de la variedad Cavendish, pero hoy nos resultaría mucho más difícil afrontar una crisis parecida, puesto que hemos acabado con el 75 por ciento de la diversidad agrogenética.

Otra pega que podemos ponerle al sistema que hemos creado es su escasa eficiencia energética: para producir una caloría se necesitan diez, un dato que no sorprende demasiado cuando los alimentos recorren miles de kilómetros hasta llegar a su destino, amén de la energía invertida (en forma de maquinaria, fertilizantes, etc.) para obtenerlos. Por último, cabe destacar la enorme huella ambiental de este método de producción y distribución, de la que llevan tiempo alertando importantes organismos internacionales, como la FAO.

A los argumentos y pasajes de corte más técnico, se suman reflexiones de carácter filosófico y ético. Esta transición se aprecia en la segunda parte del libro, que nos invita a evaluar si todo este cambalache ha merecido la pena. Hemos de preguntarnos si somos más felices que nuestros antepasados, aunque pasemos menos hambre; si tiene sentido que tiremos un tercio de los alimentos, toneladas de ellos por culpa de su aspecto; o si es necesario producir más comida, considerando que hay 2000 millones de personas obesas.

La autora aprovecha los capítulos dedicados a la mesa y la cocina para proponer una solución o, al menos, un cambio de tendencia. Quizá sea aquí donde se haga más patente el sesgo que imprime su origen británico a la obra, que originalmente pretendía describir Londres a través de la comida. Steel considera que las (buenas) costumbres de cocinar, ir al mercado y compartir la comida con los amigos o la familia son ingredientes necesarios para conocer y apreciar la procedencia de los alimentos. Puede que en los países mediterráneos (y en otros), que se resisten, en parte, a la invasión de la comida rápida y al estilo de vida más individualista propio de las sociedades desarrolladas, aún sobrevivan esos vínculos que pueden reconectarnos con un mundo agrario más moderado y respetuoso con la naturaleza.

Aunque no estamos ante una obra enciclopédica ni exhaustiva (tampoco pretende serlo), constituye una muy buena aproximación al complejo negocio alimentario, y nos ayuda a comprender sus puntos fuertes y débiles. Tal vez esta sea una de las principales virtudes del libro, que nos incita a leer más sobre el tema. Yo animo al lector a que lo haga: no va a encontrar un momento histórico más oportuno.

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