5 de diciembre de 2022

El daño climático causado por la ciencia

 ¿Qué valor tiene la ciencia? La respuesta que dan muchos investigadores a esa pregunta es: «No tiene precio». Más allá de que la ciencia haya asentado las bases de la vida moderna gracias al saneamiento, la energía, la electricidad y las telecomunicaciones, o de que la tecnología nos haya brindado herramientas útiles, las labores científicas amplían nuestra comprensión del mundo de una manera que trasciende los beneficios materiales. Puede que el poeta William Blake no estuviera pensando en la ciencia cuando describió cómo ver «el mundo en un grano de arena / y el cielo en una flor silvestre», pero podría haberlo hecho. En mi opinión, el valor más profundo de la ciencia reside en la forma en que puede hacernos sentir conectados a la escala del universo, al poder de las fuerzas naturales.

Dicho esto, la ciencia puede resultar cara, y hace poco algunos investigadores han planteado delicadas cuestiones sobre uno de sus costes: la huella de carbono. La investigación científica a gran escala consume energía basada en el carbono y emite una gran cantidad de gases de efecto invernadero, lo que contribuye a nuestra actual crisis climática. En consecuencia, aunque los científicos nos ayuden a entender el mundo, también le están causando un perjuicio.

En un reciente análisis sobre el campo de la informática, Steven González Monserrate, investigador del Instituto Tecnológico de Massachusetts, sostiene que los costes ambientales de esta disciplina, en particular el almacenamiento en la nube y los centros de datos, son enormes y crecientes. De acuerdo con el experto, la nube es «carbonívora»: un solo centro de datos puede consumir la misma cantidad de electricidad que 50.000 hogares. Toda la nube deja una huella de carbono mayor que la industria aérea.

Pero el problema del carbono en investigación no se limita a la informática.

Los grandes observatorios astronómicos y los telescopios espaciales son grandes emisores. Un estudio publicado a principios de este año en la revista Nature Astronomy, concluyó que, a lo largo de su vida, los principales observatorios astronómicos producirán unos 20 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono equivalente (CO2-eq). En la rueda de prensa donde anunciaron sus resultados, los autores advirtieron de que, si el mundo pretende responder al reto de no emitir gases con efecto invernadero hacia 2050, los astrónomos deberán reducir la huella de carbono de sus instalaciones científicas hasta en un factor 20, lo que podría conllevar la construcción de un menor número de observatorios de gran envergadura. Cuando los investigadores del Instituto de Investigación en Astrofísica y Planetología de Toulouse analizaron su propia organización, descubrieron que la media de emisiones de gases de efecto invernadero per cápita era de 28 toneladas métricas de CO2-eq al año, frente a las 4,24 toneladas métricas del ciudadano francés medio.

Otros científicos han estudiado la huella de carbono de los congresos de investigación. Uno de los más importantes en climatología es el congreso anual de la Unión Americana de Geofísica (AGU), que suele celebrarse en San Francisco. El modelizador climático Milan Klöwer y sus colaboradores calcularon que la huella de carbono asociada a los viajes del congreso de 2019 se situó en 80.000 toneladas métricas de dióxido de carbono, lo que correspondía unas tres toneladas por cada científico asistente. Esa cifra casi alcanzaba el valor promedio de la producción anual de un ciudadano en México. Klöwer propuso algunas ideas para reducir la huella de carbono, como trasladar el congreso a una ciudad central de Estados Unidos para acortar los desplazamientos, celebrarlo cada dos años o fomentar la participación virtual. En conjunto, los cambios podrían reducir la huella asociada a los viajes en más de un 90 por ciento. La AGU ha declarado que planea rotar las ubicaciones en el futuro y adoptar un formato híbrido.

Sin embargo, los análisis realizados en los campos de la astronomía y la informática demuestran que es la propia investigación, y no solo los desplazamientos, lo que aumenta la huella de carbono científica. Emma Strubell, informática de la Universidad Carnegie Mellon, y sus colaboradores llegaron a la conclusión, en un estudio pendiente de revisión, que, desde el punto de vista del presupuesto de carbono, la ingente cantidad de energía que se consume para entrenar una red neuronal «podría destinarse mejor a calentar un hogar». Se han planteado quejas similares en el ámbito de la bioinformática, la modelización lingüística y la física.

Se trata de una realidad difícil de afrontar. Pero, a medida que el tiempo se agota para evitar una catástrofe climática, los científicos deberán hallar la manera de sacarle más partido a su trabajo con mucha menos energía.

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