14 de octubre de 2020

Contaminación letal

 En 2018, mientras el incendio Camp arrasaba California, el cielo se llenó de hollín y otros contaminantes. La concentración de partículas en suspensión superó con creces los 12 microgramos por metro cúbico (µg/m3), situándose en el intervalo «insalubre» de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) de EE.UU. Y en algunos lugares se disparó hasta cientos de µg/m3.

Estos «miasmas» incluían partículas con un diámetro menor o igual a 2,5 micras, las conocidas como PM2,5, que también son generadas por los vehículos o las centrales térmicas al quemar combustibles fósiles. El minúsculo tamaño de estas partículas les permite penetrar en los pulmones y causar problemas respiratorios a corto plazo. Miles de estudios avalan que pueden agravar el asma y las relacionan con las enfermedades cardiovasculares o el bajo peso neonatal. Aunque existe un amplio consenso médico al respecto, algunos miembros de un comité de la EPA (reestructurado por la administración Trump), junto con los asesores del sector del petróleo y el gas, afirman que los estudios no demuestran una relación causal. Francesca Dominici, bioestadística de la Universidad Harvard, y sus colaboradores abordan esta cuestión en un estudio publicado en julio en Science Advances. Los investigadores aseguran que su trabajo aporta abundantes pruebas de la relación entre la contaminación del aire y las muertes prematuras.

Los estudios de la contaminación atmosférica suelen basarse en análisis de regresión, un método estadístico para determinar la probabilidad de que un factor concreto, como la contaminación del aire, influya en un resultado (en este caso, la mortalidad). Pero muchas veces no está claro que los modelos consideren de manera adecuada otros posibles factores. En su artículo, el equipo de Dominici aplicó cinco métodos estadísticos, incluido un análisis de regresión, a un conjunto de 570 millones de datos procedentes de 68,5 millones de beneficiarios de Medicare (el sistema de asistencia médica de EE.UU. para mayores de 65 años) y recogidos a lo largo de 16 años. Su técnica ayudó a separar el efecto de las partículas en suspensión de otros factores y se asemejó a un experimento aleatorizado (la prueba de referencia para establecer causa y efecto, que no sería ético realizar en una investigación de este tipo). «Esta área de la estadística nunca se había empleado para estudiar la contaminación atmosférica y la mortalidad», señala Dominici.


Los resultados sugieren que disminuir los niveles permitidos de PM2,5 de 12 a 10 µg/m3 podría rebajar el riesgo de mortalidad de los mayores hasta en un 7 por ciento, lo que permitiría salvar más de 143.000 vidas en EE.UU. a lo largo de un decenio.

El estudio ha impresionado a otros expertos, como C. Arden Pope III, de la Universidad Brigham Young, y John Bachmann, exdirector adjunto de la Oficina de Calidad del Aire de la EPA. «En términos de magnitud, potencia estadística y complejidad analítica, no se puede hacer mejor», elogia Pope.

Este resultado llega en un momento en que la administración Trump está relajando las regulaciones sobre la contaminación atmosférica. En abril, la EPA propuso mantener sin cambios las normas sobre PM2,5, tras lo que la agencia calificó de minuciosos análisis y discusiones con sus asesores científicos. Sin embargo, el director de la EPA, Andrew Wheeler, había disuelto poco antes un comité auxiliar de asesores que suelen aportar sus conocimientos científicos sobre estos asuntos. El conjunto de estudios sobre la contaminación atmosférica es sólido, asegura Bachmann, y «este nuevo trabajo lo completa con una réplica muy contundente» a la propuesta de la EPA.

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