26 de septiembre de 2016

Tras la pista del tigre


Desde mis días de escuela, cuando vivía en la jungla de las tierras montanas de Malenad, en el sudoeste de la India, me he sentido hechizado por el tigre. Los rituales que en la cultura hindú tienen como protagonista a este felino avivaban esta fascinación. Durante el festival de otoño del Dasara, que celebra el triunfo del bien sobre el mal, hombres musculosos interpretan la Huli Vesha (danza del tigre) con el cuerpo pintado de ocre, blanco y negro, imitando sus gráciles movimientos al son del crescendo de los tambores. El espectáculo era electrizante. Pero la realidad que se desplegaba a mi alrededor era desalentadora: los ganaderos y los cazadores deportivos estaban exterminando a los últimos tigres y los leñadores talaban sin tregua los ricos bosques para obtener madera. Cuando alcancé la adolescencia, a inicios de los sesenta, ya había abandonado el sueño de ver alguna vez un tigre en libertad.
Pero años después se produjo un suceso casi milagroso. En respuesta al clamor de los conservacionistas, Indira Gandhi, la entonces primera ministra de la India, instauró estrictas leyes de conservación y creó reservas de fauna protegidas. La conservación del tigre adquirió un impulso mundial en las décadas venideras. Muchos países prohibieron su caza e intentaron reconciliar las profundas contradicciones entre la necesidad que el tigre tiene de los bosques y las demandas humanas sobre este hábitat. La India lo hizo mejor que la mayoría de las naciones poseedoras de tigres: aunque alberga solo el 20 por ciento del hábitat idóneo para este felino que perdura en la actualidad, es el refugio del 70 por ciento de su población mundial. No es una hazaña menor, dada la presión en auge de sus 1200 millones de habitantes, la pobreza enquistada y la industrialización creciente.
Sin embargo, a pesar de tales iniciativas conservacionistas, las poblaciones de tigre han seguido menguando en toda Asia. Dos siglos atrás, el gran felino vagaba por una treintena de países del continente, desde los juncales del mar Caspio hasta la taiga rusa, desde los bosques indios hasta las pluviselvas de Indonesia. Esa área tan vasta se ha reducido en un 93 por ciento y ha quedado confinada a un puñado de países. Y las poblaciones con posibilidades de recuperación ocupan una superficie aún menor: menos del 5 por ciento del área de distribución original.
La situación de esos 40 a 50 grupos de tigres, denominados poblaciones fuente porque son los únicos lo bastante grandes para sostener la reproducción, es precaria. La mayoría están aislados y rodeados por entornos humanizados hostiles. A semejanza de los pacientes de cuidados intensivos, necesitan una atenta vigilancia. Pero a pesar de los dilatados esfuerzos de conservación, dicha vigilancia es la excepción y no la regla. Como resultado, los científicos no saben gran cosa sobre cómo les va realmente a los tigres en la naturaleza. Los métodos habituales de censado son suficientes, en el mejor de los casos, para saber dónde vagan aún en Asia, pero no para calcular con fiabilidad cuántos quedan. De hecho, muchas de las cifras que los conservacionistas airean en los medios se sustentan en pocas pruebas sólidas.

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