11 de mayo de 2020

La Edad de los Arboles

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La carrasca ha sido árbol sagrado en toda la mediterránea y se trata de una de las especies más resistentes y longevas. Cuando pensamos en un árbol es fundamental tener en cuenta que sus ciclos de vida funcionan a escalas inasumibles para el ser humano. En el caso de la encina lo habitual es que lleguen a ser individuos reproductores cuando cumplen entre quince y veinte años, pero hay otras especies arbóreas que llegan a su madurez reproductiva pasados los ochenta años. Después de la fase de maduración viene la de expansión, y esta etapa en la vida de los árboles puede durar hasta entrados los mil años. Se trata de la fase más prolongada y las tasas de crecimiento son muy variables, incluso entre individuos de la misma especie. Por esa razón, es conveniente no caer en la trampa de estimar las edades de los árboles a partir de su tamaño. Pero, aunque existen diversos métodos científicos de estimación de la edad, lo que nos produce perplejidad sobre su vida no es solo su edad sino también su historia. Es decir: la historia del lugar que habitan.
Durante la primera mitad del siglo XIX, el científico estadounidense Alexander Catling Twining comprobó que cada árbol marcaba la incidencia de los cambios estacionales en sus anillos de crecimiento. Pero el norteamericano no fue, ni mucho menos, el descubridor de este fenómeno. Él volvió a estudiarlo muchos años después de que otros, como Leonardo da Vinci en el siglo XV o Linneo en el XVIII —además de algunos de menos renombre— trabajaran sobre el impacto del clima en los anillos de crecimiento para, por ejemplo, realizar la datación de acontecimientos ambientales extremos. Eso sí, aunque Twining no fue el padre de esta ciencia de nombre impronunciable —repita conmigo: dendrocronología—, su trabajo tiene una importancia capital en su desarrollo para conocer la historia de los bosques a través de la huella que los fenómenos naturales y antropogénicos dejaron en sus anillos.
Retrocedamos solamente tres o cuatro siglos. En el año 1636 la compañía de teatro Cristóbal de Avendaño estrena La vida es sueño de Calderón de la Barca; en el año 1700 fallece Carlos II de España, dando así por extinguida la dinastía de los Austria en España; el británico Daniel Defoe publica Robinson Crusoe en el 1719. Estábamos en pleno Barroco —no en Inglaterra, donde se considera que este finaliza con la firma de la Paz de Utrecht— y muchos de los robles que encontramos actualmente en los bosques de la península ibérica eran, por aquel entonces, árboles jóvenes o incluso, en una sincronía imbatible, podrían estar germinando al tiempo que expiraba uno de los hombres poderosos más débiles de la historia: Carlos II, el Hechizado. Pero no, los robles no son los más longevos entre las especies arbóreas. Los tejos, los olivos, los cipreses, los castaños —y muchas otras especies presentes en otros territorios— pueden perfectamente vivir más de mil años. De hecho, se estima que el árbol más viejo de la península está en la sierra de Cazorla, en Jaén, y se trata de un tejo (Taxus baccata) que ha estado allí desde la época romana, pasando por los reinos germánicos, el Al-Ándalus, el Emirato de Córdoba, los califatos, los reinos de Taifas, los sultanatos, los reinos cristianos, llegando hasta lo que llamamos Edad Moderna, que se supone que se puso en marcha hace quinientos años. Este tejo tiene más de dos mil años, pero en el resto del planeta encontramos árboles con edades estimadas incluso superiores.
Hay especies de abedules y pinos que son extremadamente flexibles en su capacidad de adaptación a las condiciones climatológicas. Pero esto no es suficiente para justificar su versatilidad geográfica —encontramos poblaciones de abedul desde España hasta el norte de Finlandia— mantenida a lo largo de los siglos. El riesgo sostenido de la llegada de nuevas enfermedades al medio en que habitan o de cambios excesivamente drásticos en el clima harían inviable su transversalidad. Ahora una obviedad: los árboles no pueden moverse si las condiciones les son adversas. Por ello, hay especies que interpretan el clima desde la primera fase de la germinación y se adaptan para las condiciones que encuentran. Estas estrategias de acomodación se basan en su propia reprogramación genética, activando los genes adecuados para las características del medio en el que van a intentar envejecer. Pero no solo pueden hacerlo en etapas tempranas. Por ejemplo, los falsos abetos o abetos rojos (Picea abies) son capaces de modificar sus propios hábitos después de periodos de sequía extrema, para en el futuro ser más eficientes en el uso del agua que contiene el sustrato.
Los árboles son, por otra parte, testigos parsimoniosos de la historia. Mientras que el tomillo florece una o dos veces al año, algunos pequeños mamíferos como los conejos pueden tener cuatro camadas, los ratones una ventregada cada varias semanas, y algunas especies de artrópodos —como las efémeras o los tricópteros— se reproducen a las pocas horas de haberse convertido en insectos adultos. En cambio, los árboles parecen ajenos a esa máxima biológica que dicta que los organismos que tienen ciclos reproductivos más rápidos tienen una mayor capacidad de adaptación a los cambios en el medio. Cada vez que se transfieren trazas hereditarias, los genes pueden sufrir errores y, si hay suerte, estos errores pueden suponer una ventaja competitiva en los individuos. Así pues, cuanto más breve es el tiempo entre una generación y otra, más rápidamente se pueden adaptar las especies a los cambios en el ecosistema. Pero los árboles no funcionan de esa manera. Como ya sabemos, viven cientos o incluso miles de años y sus ciclos de reproducción se suceden, eso sí, cada pocos años, pero en general con tasas de éxito muy bajas. Pero, en realidad, su habitual pereza para reproducirse y las bajas tasas de éxito nos cuentan la historia de unos organismos (con características y estrategias muy variadas entre las distintas especies) que han colonizado gran parte de la tierra con alrededor de tres billones de individuos. Unos cuatrocientos árboles por cada ser humano sobre la faz de la tierra.

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