10 de abril de 2014

Una gestión sensata en la era del desperdicio

La mayor parte de los países occidentales desarrollados son ya conscientes de que nuestras exigencias sobre el planeta son excesivas, y que el camino que actualmente seguimos resulta insostenible. Tenemos la incómoda sensación de que no toda va bien, y que nosotros, como individuos, deberíamos hacer algo.
Pero existen dos consideraciones que, en opinión de muchos, nos exoneran de la necesidad de hacer algo. La primera es que, en nuestra opinión, la actual situación de abundancia durará al menos hasta el fin de nuestros días. No puede haber nadie que no esté al tanto de que nuestro suministro de petróleo se agotará algún día, pero sin duda no habrá de ser mientras sigamos aún con vida. Y si tenemos hijos, lo que ocurra tras nuestra desaparición es problema suyo, ¿o no? La segunda consideración es que, en un mundo que tiene una gran cantidad de habitantes, lo que pueda hacer o dejar de hacer una sola persona no puede tener la más mínima importancia.
Los planteamientos morales, que permiten que estas dos consideraciones nos alejen de nuevo de nuestro deber, ni siquiera son dignos de consideración. Pero, al margen de los argumentos morales, el aspecto práctico de la aceptación de estas dos consideraciones es también muy cuestionable. Nuestra constitución como seres humanos es tal que sólo nos sentimos realmente felices si vivimos en armonía con el resto del mundo que nos rodea. Pero el tipo de vida del que disfruta la mayor parte de la gente en los países desarrollados gira en torno al consumo y al desperdicio, y esto dista mucho de constituir un todo armónico. Por el contrario, es altamente destructivo. Si queremos ser más felices y encontrarnos más satisfechos, es necesario que restrinjamos nuestra demanda de los recursos no renovables del planeta y que dejemos de actuar de un modo que sabemos perfectamente nos va llevando hacia el desastre.
Por ese motivo, por otra parte perfectamente egoísta (si es que no somos capaces de aceptar ninguna otra razón), deberíamos intentar no aportan ningún granito de arena al proceso de destruir el único hogar del que disponemos.

Un mundo desequilibrado
La industria moderna sobrevive consumiendo hidrocarburos (petróleo, carbón y gas), y excretando dióxido de carbono. La proporción de dióxido de carbono en la atmósfera ha aumentado espectacularmente desde la invención de la máquina de carbón, y sigue acumulándose a un ritmo creciente en nuestros días. Pero las plantas, especialmente los arboles, funcionan exactamente al revés. De este modo, la vida terrestre sigue siendo sostenible –siempre y cuando haya suficientes plantas. Pero el hombre moderno ha creado dos factores de desequilibrio. El primer factor es que está liberando las ingentes cantidades de carbono que quedaron almacenadas hace millones de años en las plantas del pasado. Cada tonelada de carbón que quemamos emite dióxido de carbono a la atmósfera. El segundo factor es que los bosques del mundo –con gran diferencia, los principales purificadores del aire del planeta- están siendo destruidos a un ritmo aterrador.

Las formas en que los humanos amenazan con destruirse a sí mismos son numerosas y variopintas, y no sólo amenazan a nuestro planeta en un futuro lejano. De todas estas amenazas, las más significativas son las amenazas a corto plazo que surgen del modo en que cultivamos la tierra. Todos los años se vierten grandes cantidades de venenos en los suelos del mundo, con lo que los suelos van perdiendo su “cuerpo”. Podemos seguir cultivando sobre suelos debilitados, aportándoles cantidades cada vez mayores de fertilizantes artificiales, pero esto no podrá continuar indefinidamente. El suelo se forma a partir de la roca a una medida de dos centímetros cada cuatrocientos años. En prácticamente la totalidad de las superficies cultivables del planeta se están perdiendo suelos a mil veces esa velocidad. La erosión de los suelos empieza a escapar  a nuestro control y si no se pone freno a este fenómeno, acabará resultando catastrófico.
Las sustancias que se están imponiendo por parte de la industria química –con la ayuda de grandes campañas publicitarias- a los granjeros, silvicultores y hortelanos, están envenenando de manera acumulativa en ocasiones, y en algunos casos tal vez irreversible, nuestro planeta. Y, a pesar de todo, la industria química sigue creciendo y produciendo sus perniciosas mercancías. Es la industria la que dispone del más poderoso grupo de presión en todos los países industriales, y tienen a éstos totalmente bajo control.
Además de todo esto, los humos tóxicos emitidos por las centrales energéticas, las fábricas, los automóviles e incluso nuestros propios hogares son los causantes del fenómeno conocido como lluvia ácida. En el pasado, el debate acerca del mecanismo exacto por medio del cual la lluvia ácida  daña a los árboles se ha empleado para retardar toda acción necesaria para contrarrestar sus efectos. Pero habrá que entrar en acción, y pronto, ya que en caso contrario ningún bosque quedará a salvo en el futuro. Si continuamos contaminando al ritmo actual, en pocas décadas no quedarán prácticamente árboles de los que preocuparse.
Tal vez la creciente acidez de nuestros complejos hidrográficos sea de un interés marginal para la mayor parte de nosotros: después de todo, los peces de agua dulce no constituyen una parte importante de nuestra dieta.

¿Por qué es necesario que entremos en acción?
Si existiera la voluntad necesaria, todos estos abusos podrían tener fin sin que ninguno de nosotros tuviera que sufrir grandes trastornos. No hay escasez alguna de soluciones. Por ejemplo, los métodos modernos de cultivo que destruyen los suelos existen fundamentalmente debido a la escasez de mano de obra. Habiendo como hay decenas de millones de personas sin empleo en todo el mundo industrializado, esto no debería ser un problema. La mayor parte de los venenos químicos no habían sido ni siquiera inventado hace cincuenta años y, aun así, el mundo habría seguido funcionando perfectamente bien sin ellos. Las emisiones que producen la lluvia ácida podrían interrumpirse radicalmente instalando sistemas de filtrado apropiados en las chimeneas de las centrales energéticas y los tubos de escape de los automóviles. Cada problema tiene su respuesta.
En teoría, los gobiernos del mundo podrían poner freno a esta peligrosa y sórdida progresión con facilidad, introduciendo nuevas leyes e incentivos fiscales, así como medidas disuasorias de la misma naturaleza. Pero no hay ni la más remota posibilidad de que ninguno de ellos lo haga voluntariamente. Existen dos tipos de  gobiernos en el mundo: democracias y dictaduras. La mayor parte de los gobiernos democráticos son elegidos cada pocos años. Por ser esto así, jamás adoptan política alguna que pueda reducir su popularidad con el fin de introducir cambios que sólo serán efectivos tras haber salido del gobierno. Su única preocupación real es la reelección. Los únicos gobiernos democráticos del mundo que han asumido alguna medida para eliminar la contaminación han actuado así sólo tras feroces presiones, incluyendo la acción directa de grupos ambientalistas, y sólo han adoptado medidas para salir del paso.
Las dictaduras tienen un historial aún peor. Quienes ostentan el poder en tales países son perfectamente conscientes de que los pueblos que gobiernan empiezan ya a estar insatisfechos por las constantes escaseces de productos, por lo que la producción actual no puede arriesgarse en beneficio de futuras mejoras ambientales. En lo que se refiere a la presión de los grupos ambientalistas, es un tema del que no tienen que preocuparse.
No cabe esperar que en un gobierno, ya sea del Este o del Oeste, haya una política realmente eficaz para salvar el futuro de la vida sobre este planeta, a menos que se vea obligado a ello.
Casi por definición, las personas que ocupan el poder tienen que dedicar toda su energía a consolidar su propia posición. Por ello podemos –y debemos- intentar presionar a nuestros gobiernos. Allá donde exista un grupo político, con una clara consciencia de nuestra responsabilidad para con el medio ambiente, deberíamos considerar seriamente el otorgarles nuestro voto. Deberíamos respaldar a los grupos de presión que piden cambios a los gobiernos. Deberíamos escribir a los políticos locales expresando nuestra desazón y desaprobación por todo aquello que pueda ir mal local, nacional e incluso internacionalmente (aunque al final resulte, como de costumbre, que hacen caso omiso a esas cartas). Pero, y esto es lo más importante, debemos asegurarnos de que en nuestra vida cotidiana las opciones que elijamos estén documentadas y, a largo plazo, contribuyan al bienestar y no a la destrucción de nuestro planeta.

El poder del dinero
Aunque como individuos carezcamos de poder inmediato en dosis relevantes, sí disponemos de un elemento de presión que nadie puede arrebatarnos. Este es el poder del dinero.
Hay una expresión que dice con considerable acierto: “la mano que mece la cuna gobierna el mundo”. Tal vez podríamos reconstruirlo de la siguiente manera y expresar aún más la verdad: “la mano que controla el dinero mece el mundo”. Todos y cada uno de nosotros, si es que tenemos algo de dinero, podemos influenciar el curso de la historia. Si compramos cosas cuya producción o eliminación produce polución, somos agentes contaminadores, y no hay nada más que considerar. Por otra parte, si nos negamos a comprar cosas que contribuyan a la destrucción de nuestro planeta, nos estamos también negando a contribuir inconscientemente a esa destrucción. Cuando un número suficiente se niegue a contribuir, la destrucción habrá terminado.
La utilización del poder del dinero requiere una cierta meditación para contrarrestar la sensación de que hagamos lo que hagamos el resultado será negativo. En ocasiones, parece que prácticamente cualquier cosa que compremos es contaminante. Como decía una actriz americana: “todo lo que hago es inmoral o engorda”. Del mismo modo, podríamos sentir que todo lo que hacemos colabora a la destrucción del planeta. Podemos sentir que lo nuestro es una causa perdida y que no vale la pena calentarse la cabeza.
El remedio para esta actitud negativa está en una mayor información. No es cierto que todo lo que compramos o hacemos resulte dañino. De hecho, muchas de las cosas que la mayor parte de nosotros hacemos son beneficiosas. No hay por qué desesperarse. No podemos volvernos instantánea y milagrosamente perfectos. Pero podemos intentarlo.
            
Begoña Hernández Rubio
 

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